El jueves pasado, gracias al Foro La Región y a la
Cruz Roja ourensana, tuve la oportunidad de escuchar a Cristina
Castillo, una cooperante de esta institución humanitaria que ha trabajado en
situaciones de emergencia en Filipinas, Haití, los Balcanes y Sierra Leona.
En este
paupérrimo país africano, uno de los más desfavorecidos del mundo, con una mortalidad
infantil intolerable y una esperanza de vida que ronda los 45 años, Cristina
relató su experiencia personal en el remoto hospital de Kenema. Durante su
exposición, destacó el importante papel que allí desempeñó el personal técnico,
desde los obreros que desbrozaron y allanaron el terreno, pasando por los
encargados de construir en el medio de la selva un hospital de características
tan especiales, hasta los expertos en depuración de las aguas, desinfección de
trajes y enseres, los responsables de logística y aquellos otros que quizás
desempeñen la labor más peligrosa, los servicios funerarios.
Y es que el virus
del Ébola es especialmente peligroso en los últimos momentos de la vida. Su máxima
virulencia se produce durante la agonía y el fallecimiento del enfermo. Mudar
ancestrales costumbres relacionadas con la despedida definitiva de los seres
queridos, en un entorno cultural tan diferente al nuestro, representa para los
trabajadores sociales una labor de titanes. En Kenema, no todo se reduce al
trabajo de los médicos y las enfermeras.
En España, debemos en gran parte el
conocimiento de esta enfermedad al contagio de la auxiliar Teresa Romero, cuya
enfermedad fue seguida minuto a minuto por los medios de comunicación. En
Sierra Leona, todo es diferente. No existen extraordinarias medidas de
tratamiento, sino que la suerte de los pacientes depende de los cuidados
paliativos, en especial hidratación y alimentación adecuadas, y la capacidad
individual de desarrollar anticuerpos contra el virus.
La prestigiosa
revista médica “The Lancet” se hacía eco de la opinión de dos expertos, Ian
Roberts (Escuela de Medicina Tropical de Londres) y Anders Perner (Universidad
de Copenhague). Ambos destacaban que los centros de tratamiento del Ébola deberían
ser algo más que meros recintos de cuarentena.
En este aspecto, coincidían
plenamente con Cristina Castillo, pues los enfermos debe entender que en el hospital les
van a proporcionar un mejor cuidado que en sus propios domicilios. En Sierra
Leona, Liberia, y Guinea Conakry, los pacientes se mueren por culpa de la
deshidratación extrema y el déficit de los electrolitos causado por vómitos y
diarreas. Los expertos defienden que la simple reposición por vía intravenosa de
líquidos y otras sustancias vitales sería capaz de salvar a muchos de ellos.
Siempre
me ha llamado la atención el hecho de que alguien decida un buen día abandonar
la comodidad que disfruta en el mundo occidental para embarcarse en estas peripecias
de incierto futuro. ¿Cuál es el motivo? ¿Un espíritu aventurero e inconformista?
¿Un especial sentido de la solidaridad? ¿El amor al prójimo? ¿Una
inquebrantable fe religiosa? ¿Un compendio de todas estas emociones? ¿Algo que
todavía no alcanzamos a comprender? Cuando alguien le preguntó a Cristina por
qué había escogido ese tipo de vida, ella contestó con una brillante sonrisa: “me
siento útil aquí, pero me siento más útil allá”. Tal vez ahí se encuentre el ejemplar
secreto.