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15 mayo 2018

LOS PRIMEROS MIL DÍAS



No es la primera vez que desde estas líneas nos referimos a la epigenética, esa disciplina que estudia los factores que influyen en nuestros genes, incluso desde el mismísimo momento de la gestación. A diferencia de determinados agentes químicos y biológicos capaces de provocar mutaciones y cánceres, no alteran las secuencias del ADN (la materia prima de los genes) aunque resulten determinantes de la expresión final de nuestro material genético. Para entendernos mejor, vayamos por partes. 

Los virus oncogénicos, por ejemplo, son capaces de transformar una célula normal en una cancerosa, alterando su ADN. El HPV (virus del papiloma humano), relacionado con la aparición de las verrugas cutáneas y con muchos casos de cáncer de cuello uterino, es un virus oncogénico. 

Por su parte, la lista de sustancias químicas cancerígenas es extensa, pudiendo afectarnos debido a su presencia en el medio ambiente o en el ámbito laboral. 

Según diversos estudios de investigación, los factores epigenéticos han demostrado su importancia capital en el desarrollo futuro de los individuos. Los nueve meses de gestación y los dos primeros años de vida resultan primordiales. 

La predisposición para padecer enfermedades cardiovasculares o neurodegenerativas podría iniciarse incluso desde etapas incipientes de la vida intrauterina. De ahí la importancia de unos conductas maternas lo más sanas posibles, evitando la exposición a factores ambientales perniciosos como el consumo de alcohol, tabaco y drogas, o la desnutrición y el estrés.

Con la ayuda de la modelación epigenética, durante nuestros primeros 1000 días de existencia, las células pluripotenciales se van transformando en células especializadas. En este proceso influyen determinadas modificaciones que se producen en nuestro ADN sin que ocurran modificaciones en su propia secuencia, como señalábamos anteriormente. 

Determinantes epigenéticos se han encontrado en la relación demostrada entre el bajo peso al nacer y el desarrollo futuro de enfermedades cardiovasculares. Idéntica relación se ha encontrado entre el peso neonatal deficiente y los trastornos neurocognitivos en etapas posteriores de la vida. El tabaquismo materno activo durante la gestación se ha asociado también a un incremento en el riesgo de padecer este tipo de enfermedades en la etapa adulta. Por otra parte, estudios con animales de experimentación han demostrado que dietas restringidas en proteínas o ricas en grasas administradas a las madres durante la gestación están relacionadas con la aparición de diabetes y obesidad en sus descendientes. 

De manera similar, la presencia de residuos de pesticidas y metales pesados en la alimentación materna sería un determinante demostrado para el padecimiento de futuras enfermedades neurodegenerativas en sus hijos. Tomemos nota pues, porque según la epigenética no solamente somos lo que comemos, sino que también podremos ser lo que han comido nuestros antecesores.

06 mayo 2018

LA MADRE DE LA HUMANIDAD



Estas reflexiones son una consecuencia de la conmemoración de ese día tan especial que cada año ofrendamos a nuestras madres. En cierta manera, resulta tópico dedicar una jornada particular a ensalzar su esforzada figura cuando en realidad deberíamos festejarla todos los días. Los primates humanos somos así. Precisamente, a la hora de remontarnos a nuestros orígenes como especie, diversas religiones y mitologías han posicionado en sus ritos y creencias a la primera de todas las mujeres. Sin embargo, dentro del ámbito científico, los expertos vienen analizando desde hace años nuestro ADN, la materia prima que conforma nuestros genes, la que permite que heredemos de generación en generación la mayoría de nuestros defectos y virtudes.

Salvo en situaciones patológicas, todas nuestras células disponen de la misma carga genética. Nuestro ADN se concentra en dos estructuras celulares distintas: el núcleo y las mitocondrias. Estas últimas auténticas factorías energéticas, además cuentan con una particularidad especial, puesto que su ADN solamente se transmite por vía materna. A finales de la década de los 90 del pasado siglo XX, el equipo encabezado por la prestigiosa genetista estadounidense Rebecca Cann acometió la colosal tarea de estudiar comparativamente el ADN humano para dilucidar nuestra ascendencia. 

Descubrieron que en el momento de la fecundación, la información genética incluida en las mitocondrias de los espermatozoides presuntamente era desechada. Tan sólo el ADN procedente de los núcleos celulares del óvulo y del espermatozoide podía transmitirse al futuro embrión, mientras que el único ADN presente en sus células se debía a la madre. Con esta premisa, tras complejos estudios, pudieron retrotraernos a la primera mujer que transfirió su herencia a sus vástagos, situándola hace unos 200000 años en una zona determinada del África meridional. 

Años más tarde, un estudio dirigido por el evolucionista británico John Maynard Smith, de la Universidad de Sussex, demostró que el ADN mitocondrial procedente de la madre también se entremezclaba con el ADN de las mitocondrias paternas, por lo menos en la especie humana. Para este investigador, la fecundación es una aventura desigual, poniendo en solfa la teoría de la Eva mitocondrial. ¿Y entonces, cuál es el origen del cromosoma Y, exclusivamente paterno? Los últimos estudios hablan de una antigüedad de 180000 – 200000 años, por lo tanto no muy alejada de la aparición de la primera madre de la humanidad. 

Mientras unos y otros debaten y proponen teorías que nos trasladan a nuestros momentos más atávicos, desde nuestra actualidad donde los controles preconcepcionales, junto a los cuidados durante el embarazo y el parto garantizan cada día más la salud materna y del recién nacido, en nuestro breve viaje al pasado no podemos olvidarnos de los impedimentos que nuestras madres ancestrales debían superar para traer un hijo sano al mundo y a la vez sobrevivir ellas mismas tras esa admirable aventura. Estamos aquí por ellas. Ensalcemos pues su valentía.