Vestía de un negro tan pulcro donde las motas de polvo
no querían posarse. En contraste, recogía su cabellera completamente blanca en
un coqueto moño que tocaba su cabeza, como una corona trenzada. Había sacado
adelante a siete hijos y diez nietos. Se le notaba en las manos, vigorosas,
cálidas, enrojecidas. Una veterana dama de casa. Venía a despedirse. Así de
sencillo. Ese día no necesitaba remedios ni diagnósticos. Una consulta tan
especial que daba lástima que pasara a engrosar las estadísticas de los actos
médicos administrativos. Merecía brillar con mayúsculas en aquella
historia clínica anodina, algún catarro que otro, apenas un par de cefaleas y
la resignación de la artrosis sobre sus rodillas y caderas.
Una primavera tormentosa agonizaba en tardes anticipando el bochorno empalagoso que habría de venir. Me contó
que se marchaba para una residencia de ancianos, noventa y un años recién
cumplidos, pero es que el último nieto que vivía con ella acaba de finalizar sus
estudios universitarios y ya no necesitaba de nadie que le planchase las
camisas y le preparara las lentejas. Palabras textuales. Sorprendido por el
aviso le pregunté por el resto de su familia. Viuda desde hacía tres décadas,
sus vástagos se perdían entre la emigración americana y europea; la hija que le
quedaba en la aldea no podía hacerse cargo de ella. Entonces decidió partir
hacia el lugar que vería apagarse sus días, resignada, sin una sola lágrima,
que ya bastantes había vertido a lo largo de su vida.
Esta es la historia de Esperanza, que si bien no es
completamente cierta, bien podría serlo. Se estima que más de 14000 personas
mayores viven solas en la provincia de Ourense, 600 en el municipio capitalino. Repasando las hemerotecas resulta que en el 2013 eran 11000. La cuenta
sigue en ascenso. No es difícil entender que cada una de ellas representa una
historia de desesperanza. La mayoría son mujeres, que aunque suelen enfermar
con más frecuencia por el momento continúan siendo más longevas. Echándole un
vistazo el otro día al reportaje publicado en La Región sobre todas estas
cuestiones me encontré dos rostros conocidos: el de Dolores Traver y el de Paco
Casillas, que cada año me regala un libro. Posaban sonrientes y apenas se
quejaban. Como Esperanza. Pero a pesar de los esfuerzos estatales, autonómicos
y municipales, junto al de diversas entidades particulares, la mayoría de estos
prójimos continúan siendo especialmente vulnerables. De tanto repetirse este
tipo de noticias ya no representan ninguna novedad. Y si la muerte precoz no se
interpone, probablemente sea ese el destino que la vida nos deparará a la mayoría
de los que leemos estas reflexiones.
Por el momento, el final de nuestra existencia es
inexorable. Pero no me digan que no es muy triste que solamente en nuestra
ciudad cada año media docena de vecinos dejen de existir en la soledad más
absoluta. Para evitarlo, los expertos recomiendan hacer uso de los servicios de
alerta y teleasistencia, que solucionan problemas y salvan vidas.
La otra tarde,
cuando la oscuridad le ganaba la partida al día, me pareció ver a una anciana
enlutada con una pequeña maleta en la mano. Entonces, una vez más, me acordé de
Esperanza.