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14 junio 2006

LA COVADA


En una escena intimista de “El paciente inglés” (Anthony Minghella 1996) el conde László Almásy (Ralph Fiennes) susurra al oído de su amada Catherine Clifton (Kristin Scott Thomas) los nombres de los vientos del desierto: el Ghibli, el Aajej, el Simún, el Harmattan o viento rojo. Alguna que otra de estas tórridas corrientes aéreas anda calentando nuestra ciudad en estos días de estío adelantado al final de la primavera. Igual de candente se encuentra la actualidad política a propósito de las negociaciones con la ilegalizada Batasuna en el País Vasco y al desarrollo de la campaña por el Estatuto de Cataluña, donde los responsables máximos de la movida independentista piden ahora el NO exactamente igual que los fachas del PP, pero claro está por motivos bien diferentes.
Una auténtica covada para estadistas de salón. Mientras pasa todo esto, el pueblo en general se entretiene pensando en las próximas vacaciones veraniegas, titubeando aún entre los rescoldos de los macro - funerales de Rocío Jurado y la confianza ciega en que la selección española gane por fin un campeonato mundial de fútbol; ni Zapatero se atrevió a apostar por ellos y ya saben ustedes que nunca se da tanto como cuando se dan esperanzas, como diría Anatole France.
Y hablando de tocar las pelotas, he leído unas simpáticas anotaciones pertenecientes al libro de Adele Gelty titulado “La diosa Madre de la naturaleza viviente”, en las que cuenta una sana costumbre de los indios huicholes de Méjico. En esta cultura se piensa que el hombre y la mujer deben compartir tanto el placer del embarazo como los dolores del parto; por este crucial motivo, mientras ellas dan a luz ellos se colocan sentados sobre unas vigas situadas a la cabeza de la parturienta, con una cuerda atada a los testículos. Es fácil que mientras la madre se retuerce de dolor (y de alegría) tire de la cuerda al ritmo de las contracciones. Dice la autora del libro que este acto contribuye a una actitud paterna solidaria, como si de un empollamiento del nuevo hijo se tratara.
Por preferir, la mayoría de los machos nos inclinaríamos hacia la covada, del latin cubare – guardar cama durante el puerperio -; narrada ya en la antigüedad por Apolonio de Rodas en su obra Los Argonautas, el padre sustituye a la madre en el lecho una vez se ha producido el nacimiento del hijo para alimentarle, cuidarle y darle cobijo. Esta costumbre estuvo muy extendida entre algunas comunidades, como por ejemplo los corsos, los vascos (J. A. Zamácola, Historia de las naciones Bascas, 1818), los canarios y los ibicencos. En el siglo XX se ha constatado la covada en Laponia, Borneo, Inglaterra, Francia, Brasil, Alemania... Hasta el mismísimo Sigmund Freud le encontró una explicación a tan peculiar demostración: en su disertación sobre los celos femeninos del pene, el padre del Psicoanálisis justificó la sustitución paternal de la puérpera en el lecho del recién parido como un acto de lucimiento del miembro viril ante las vecinas.
Dentro de su particular concepción del mundo que nos rodea, interpreta Aloysius que la covada ocurre por la envidia ancestral que el género masculino tiene del femenino dada nuestra incapacidad para parir. Con mucha cautela le prestaremos atención a tales aseveraciones, ya que está muy preocupado porque su perra acaba de parir seis cachorros el día sexto del sexto mes del sexto año del presente siglo: ¿el número de la Bestia?.

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