Cádiz es una ciudad que enamora; por lo menos a Antonio Burgos, al añorado Carlos Cano y a mi mismo en particular. Una mañana de primavera me estuvo soplando el viento la cabellera en el Campo del Sur, y ese mismo atardecer, me acunaron las olas de la Playa de La Caleta. Como un colegial, yo también me enamorisqué de Cádiz.
De allí es Carmen Bousada, la mujer que ha decidido convertirse en madre a los 67 años. De gemelos como Rómulo y Remo, los padres de Roma, o como los inquietantes hermanos Beverly y Elliot Mantle, interpretados por Jeremy Irons en la película “Inseparables”, de David Cronenberg.
Ella puso el útero y las 33 semanas de gestación. Los espermatozoides fueron cosa de un guaperas rubio de ojos azules. Y el óvulo necesario lo aportó una hermosa chica morena. De esta sencilla manera, acaba de cumplirse una de las profecías que Lee M. Silver, catedrático de Princeton (y autoridad mundial en todo lo referente al impacto social de la biotecnología y de la genética reproductiva) vaticinaba en 1997 en su muy recomendable libro “Vuelta al Edén”. Dentro de muy poco tiempo, los conceptos de maternidad y paternidad poco o nada tendrán que ver con lo que conocemos hoy en día. Y si estos se modifican, será porque la sociedad ha cambiado radicalmente.
Mientras todo esto ocurre, los expertos siguen sin ponerse de acuerdo en cómo se originó la vida en la Tierra. En los EEUU, las teorías creacionistas se perpetúan en algunas escuelas del siglo XXI. Así, nuestros primeros antecesores fueron Adán, modelado en barro a imagen y semejanza del Creador, y Eva, cincelada a partir de una recia costilla. Tal vez a la especial consistencia de esa primigenia materia ósea se deba la longevidad de nuestras hembras (de nuestras santas, como diría Paco Umbral). El origen del ser humano sería pues divino, y la vida un soplo del espíritu.
Mientras todo esto ocurre, los expertos siguen sin ponerse de acuerdo en cómo se originó la vida en la Tierra. En los EEUU, las teorías creacionistas se perpetúan en algunas escuelas del siglo XXI. Así, nuestros primeros antecesores fueron Adán, modelado en barro a imagen y semejanza del Creador, y Eva, cincelada a partir de una recia costilla. Tal vez a la especial consistencia de esa primigenia materia ósea se deba la longevidad de nuestras hembras (de nuestras santas, como diría Paco Umbral). El origen del ser humano sería pues divino, y la vida un soplo del espíritu.
Sin embargo, el influyente grupo intelectual de los neodarwinistas, capitaneados por el zoólogo Richard Dawkins (de la Universidad británica de Oxford) defienden que la vida es simplemente un medio para reproducir el ADN, ese “gen egoísta” que se perpetúa de generación en generación. Y es precisamente esta herencia de los cambios genéticos producidos al azar la que hace evolucionar a las especies, la que encumbra a los más fuertes y la que extermina a los menos dotados. En la etiqueta del Anís del Mono patrio se burlan de la teoría de la evolución de Charles Darwin y lo retratan como un descendiente de los simios. Allá ellos.
Los trabajos de la bióloga norteamericana Lynn Margulis, la primera mujer nombrada doctora honoris causa por la Universidad de Vigo, defienden una tesis diferente. La llamada simbiogénesis, explica el origen de las nuevas especies por la permanente fusión de diferentes variedades de células bacterianas con otras que descienden de comunes antepasados bacterianos. Para entendernos, una célula se tragó a otra y la supervivencia conjunta de ambas condujo a la formación de una nueva especie. Esta circunstancia podría explicar porque el ADN del núcleo de las células es diferente del ADN contenido en las mitocondrias (este último similar al de las bacterias que respiran oxígeno), que heredamos exclusivamente por vía materna.
Los trabajos de la bióloga norteamericana Lynn Margulis, la primera mujer nombrada doctora honoris causa por la Universidad de Vigo, defienden una tesis diferente. La llamada simbiogénesis, explica el origen de las nuevas especies por la permanente fusión de diferentes variedades de células bacterianas con otras que descienden de comunes antepasados bacterianos. Para entendernos, una célula se tragó a otra y la supervivencia conjunta de ambas condujo a la formación de una nueva especie. Esta circunstancia podría explicar porque el ADN del núcleo de las células es diferente del ADN contenido en las mitocondrias (este último similar al de las bacterias que respiran oxígeno), que heredamos exclusivamente por vía materna.
Creados por la Divina Providencia, descendientes de los monos o producto de la simbiosis bacteriana, aquí estamos, con todas nuestras maravillosas contradicciones, capaces de engendrar la más hermosa obra de arte como de descender al pozo de la más profunda iniquidad. Seres humanos, al fin y al cabo. Váyanse ustedes preparando; con la hembrada de la sexagenaria gaditana el futuro ya está aquí.
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