Imagen: "EL cromosoma X" por Morganilla.
Ruego disculpen mi contumacia. Pero es que no puedo contenerme. El equipo investigador capitaneado por Craig Venter, uno de los pioneros en la secuenciación del genoma humano, acaba de inaugurar una nueva ciencia: la genómica sintética. Y esto no ocurre todos los días. Inocente e infantil se me presenta ahora aquella imaginativa propuesta del Dr. Frankestein, que pretendía crear un ser a base de zurcir con costurones varios trozos de cadáveres, para insuflarle después la vida a partir de la magia blanca de un violento chispazo eléctrico. En un laboratorio norteamericano contemporáneo han conseguido sintetizar el genoma completo de la bacteria Mycoplasma genitalium. En estos momentos, hasta el suspicaz Aloysius califica de carallada la clonación de simios. Con paciencia y buenos materiales, el hombre podrá recrear los organismos vivientes del planeta, modificarlos a su antojo e incluso, crear unos nuevos. Pasito a pasito, gen a gen, empezando por los más simples y culminado por un prójimo semejante, de esos que deambulan a dos patas por nuestras ciudades comprando tabaco en el estanco o rebuscando rebajas en los centros comerciales.
Pero este colosal avance científico no es ni bueno ni malo. Depende del uso que de él se haga. Se abren las puertas, por ejemplo, a la creación de microorganismos capaces de comerse literalmente una marea negra o a la de gérmenes patógenos de una virulencia inimaginable.
Mientras todo esto ocurre, en Japón se entretienen creando ambientes artificiales idóneos para la fabricación de tejidos vivos. Les han llamado microúteros, y son de plástico biodegradable. Parece ser que ya han sido utilizados para cultivas células hepáticas y para el desarrollo de embriones de ratón en sus primeras etapas de desarrollo.
Ahora voy a contarles un cuento. Una tarde de un futuro muy cercano, en la puerta de un colegio cualquiera, mientras las madres desenfundan las meriendas de sus brillantes envoltorios de papel aluminio, un grupo de personas aguarda la salida de sus pequeños vástagos. Una de ellas es María, la mujer de cabello rubio y corto que sin saberlo es la madre biológica del niño Adán X. Ella donó el óvulo que sería fecundado con los espermatozoides de Juan, ese galán bien parecido que a tan solo unos metros parece ojear entretenidamente una revista científica apoyándose en la barandilla. A su lado, con su larga melena negra recogida en una trenza, espera Judith, la verdadera madre de Adrián X. Por su edad, todos piensan que es la abuela de la criatura, pero gracias a una avanzada terapia hormonal, ella puso el útero en el que el muchachito se desarrolló durante 9 meses. Adrián X se destaca corriendo entre sus compañeros de clase; a su carga genética natural se le añadieron genes específicos que le protegen contra el dolor y el padecimiento de enfermedades. Trae los pantalones manchados de tiza blanca biodegradable. Se abraza con fuerza a las piernas de Alberto, un hombre maduro que ya peina canas y que es el marido de Judith, el padre de Adrián X, el que como tal figura en el registro civil, el que le ha dado sus apellidos, el que se responsabiliza de sus cuidados y el que le cuenta historias fantásticas de naves espaciales que cruzan el Sistema Solar. Mientras la feliz familia se acerca al aparcamiento de vehículos modulares voladores, Adrián X va jugando con su osoperro fluorescente, una mascota híbrida que le han regalado en las pasadas Navidades, el último grito de la moda creado por una multinacional especializada en genómica sintética y en clonaciones a la carta. Sin que nadie le mire, el niño comparte su merienda con el animalillo. En breves instantes, mientras veloces despegan del suelo hacia su domicilio flotante sobre la desembocadura del río, un sol anaranjado que todavía brilla comenzará a declinar sobre la quebrada línea del horizonte. Adrian X es casi inmortal. Sólo un desgraciado accidente podría ser la causa de su desaparición de este planeta.
Pero este colosal avance científico no es ni bueno ni malo. Depende del uso que de él se haga. Se abren las puertas, por ejemplo, a la creación de microorganismos capaces de comerse literalmente una marea negra o a la de gérmenes patógenos de una virulencia inimaginable.
Mientras todo esto ocurre, en Japón se entretienen creando ambientes artificiales idóneos para la fabricación de tejidos vivos. Les han llamado microúteros, y son de plástico biodegradable. Parece ser que ya han sido utilizados para cultivas células hepáticas y para el desarrollo de embriones de ratón en sus primeras etapas de desarrollo.
Ahora voy a contarles un cuento. Una tarde de un futuro muy cercano, en la puerta de un colegio cualquiera, mientras las madres desenfundan las meriendas de sus brillantes envoltorios de papel aluminio, un grupo de personas aguarda la salida de sus pequeños vástagos. Una de ellas es María, la mujer de cabello rubio y corto que sin saberlo es la madre biológica del niño Adán X. Ella donó el óvulo que sería fecundado con los espermatozoides de Juan, ese galán bien parecido que a tan solo unos metros parece ojear entretenidamente una revista científica apoyándose en la barandilla. A su lado, con su larga melena negra recogida en una trenza, espera Judith, la verdadera madre de Adrián X. Por su edad, todos piensan que es la abuela de la criatura, pero gracias a una avanzada terapia hormonal, ella puso el útero en el que el muchachito se desarrolló durante 9 meses. Adrián X se destaca corriendo entre sus compañeros de clase; a su carga genética natural se le añadieron genes específicos que le protegen contra el dolor y el padecimiento de enfermedades. Trae los pantalones manchados de tiza blanca biodegradable. Se abraza con fuerza a las piernas de Alberto, un hombre maduro que ya peina canas y que es el marido de Judith, el padre de Adrián X, el que como tal figura en el registro civil, el que le ha dado sus apellidos, el que se responsabiliza de sus cuidados y el que le cuenta historias fantásticas de naves espaciales que cruzan el Sistema Solar. Mientras la feliz familia se acerca al aparcamiento de vehículos modulares voladores, Adrián X va jugando con su osoperro fluorescente, una mascota híbrida que le han regalado en las pasadas Navidades, el último grito de la moda creado por una multinacional especializada en genómica sintética y en clonaciones a la carta. Sin que nadie le mire, el niño comparte su merienda con el animalillo. En breves instantes, mientras veloces despegan del suelo hacia su domicilio flotante sobre la desembocadura del río, un sol anaranjado que todavía brilla comenzará a declinar sobre la quebrada línea del horizonte. Adrian X es casi inmortal. Sólo un desgraciado accidente podría ser la causa de su desaparición de este planeta.