Cuando era yo un rapaz, para ir a las piscinas de Oira la chavalada del Jardín del Posío tan sólo teníamos dos opciones: ir a pie o en el autobús urbano. Recuerdo con cariño el Especial Playa, un bus que a primera hora de las tardes de verano siempre iba atestado. A la ida, olor humano, y a la vuelta, aromas de merienda y cloro en los cabellos. Con el tiempo, el vehículo llegó incluso a disponer de música ambiental, un radio-casette que el conductor le había acoplado en el salpicadero. Hoy en día, todo esto ha cambiado. Ahora uno puede elegir entre transportes colectivos con publicidad favorable a la existencia de Dios o contrarios a la misma. En Auriavella todavía no, pero todo se andará.
Casualidades de la vida. La otra tarde, enfrente de la hermosa fachada de la iglesia de Santa Eufemia, me encontré con un afable Aloysius, ultimamente autodefinido como agnóstico. Me explico, él no niega la existencia de Dios. Si así lo hiciera, sería ateo. Simplemente defiende su incapacidad para entender una entidad absoluta, sobrenatural y todopoderosa. Pero, conocedor de mi profesión de galeno, me dejó caer un compromiso: cuando vea crecer expontaneamente un brazo o una pierna en un paciente amputado, sin duda alguna creerá en los milagros.
De nada le valieron mis explicaciones sobre curaciones sobrenaturales que se produjeron en tiempos pasados y que hoy en día son comprensibles gracias a los avances de la medicina y de la técnica, y que también llegará un día en que el ser humano sea capaz de regenerar sus órganos dañados, de la misma manera que las lagartijas recuperan sus rabos cortados. En este tema andan enfrascados algunos sesudos investigadores.
La eterna discusión entre la fe y la razón. En Wisconsin, en la recién estrenada Norteamerica de Barack Obama, el peso de la ley está a punto de caer sobre los Neumann, un matrimonio que dejó morir a su hija diabética por cuestiones religiosas. Miembros de una secta integrista que cree a pies juntillas en las curaciones milagrosas, entendieron que los síntomas de cetoacidosis que presentaba su pequeña Kara, de 11 años, remitirían gracias al poder de sus oraciones y a una supuesta intervención divina. En EEUU, nación poseedora de potentes leyes defensoras de los derechos individuales (recuerden la controvertida norma que permite la posesión de armas de fuego para defenderse), conflictos como el de los Neumann están permanentemente en los juzgados. Para complicarlo todo aún más, cada estado de la Unión dispone de legislaciones particulares que difuminan las fronteras entre el derecho a la educación, a la religión y a la propia vida.
En España, semejantes dilemas bioéticos apenas son abordados en las facultades de Medicina. Sin embargo, sí se plantean a lo largo de la vida profesional. Y los médicos no somos jueces, ni fiscales, ni abogados. Tenemos bastante con salvaguardar el derecho a la salud de los pacientes. Y con confortarles, cuando la ciencia nos enfrenta a las limitaciones propias de nuestra naturaleza humana.
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