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26 mayo 2009

EL SÍNDROME DE STENDHAL


La otra tarde, mientras sonaba en el ambiente un piano acariciado por las formidables manos del pianista Dado Moroni, mi muy lánguido Aloysius me preguntó de repente: ¿existe una patología de la belleza?; ¿puede alguien enfermar al exponerse ante algo extremadamente hermoso?

Aunque tal vez él lo deseara, no me atreví a responderle desde el punto de vista estríctamente médico. Nada de neurotransmisores ni de hormonas. Decidí contarle la historia de Martín Romaña, singular personaje imaginado por el genial Alfredo Bryce Echenique, que cada vez que se encontraba delante de su venerada Inés, mutaba trémulo, prisionero de violentos ataques de náuseas y vómitos. Así era su manera de amar, visceral, desasosegada, desapacible.

Como no quedó muy convencido, le hablé sobre las investigaciones de la Dra. Graziella Magherini, psiquiatra del Hospital de Santa María Nuova, en Florencia. De su creatividad nació el llamado “Síndrome de Stendhal”, destinado a describir los síntomas padecidos por 106 turistas que visitaron la hermosa capital de la Toscana en la década de los años 80. Todos sintieron mareos, palpitaciones, taquicardias y desvanecimientos. La mayoría eran mujeres jóvenes fácilmente impresionables, viajeras solitarias procedentes del otro lado del Atlántico. Sugestión, hipersensibilidad, sobredosis de belleza. La psiquiatra italiana se acordó entonces de aquel disconfort similar descrito en 1817 por el escritor Stendhal, tras visitar la iglesia florentina de la Santa Croce. Y de ahí el bautismo de su descubrimiento.

Muchos médicos son críticos con la existencia de tal síndrome, pues los síntomas son altamente inespecíficos. Además, ¿quién no se ha emocionado extasiado ante la sublimidad de una gran obra de arte? Por si fuera poco, expertos en literatura atribuyen al propio Stendhal un carácter inestable y difícil, cuando no cruel e irascible; en resumidas cuentas, un hombre con facilidad para enfermar mentalmente.

Todavía excéptico, sostiene Aloysius que él ha sido especial testigo de mi padecimiento del dichoso síndrome… escuchando el Adagietto de la 5ª sinfonía de Mahler, visitando el Museo del Prado, admirando un atardecer sobre las Islas Cíes o leyendo aquellos versos de Carlos Vaquerizo:

“Ignoras cómo puede la hermosura

deshilacharse como un mar de humo

y herirte como isla o como llanto

mientras sientes que dejas de existir”.

Dejó escrito este doloroso síntoma en su “Fiera venganza del tiempo”, y yo sí me lo creo.

http://www.youtube.com/watch?v=ugpYUDn_X-k

21 mayo 2009

PETER SINGER EN LA MONCLOA


"EJERCICIOS DE JOVENES ESPARTANOS". 1860. EDGAR DEGAS
National Gallery. Londres

Cada gobernante tiene su filósofo favorito. Dicen que Hitler admiraba a varios: Nietzsche, Schopenhauer, Spengler... También se ha dado la circunstancia contraria, pues el mismísimo Platón propuso a los reyes filósofos como gobernantes idóneos para su utópica Kallipolis, la ciudad ideal pergeñada por el sabio griego en su clásico “La República”.

Particularmente, desconozco si ciertos políticos leen mucha o poca filosofía. Tampoco sé si tratan de llevar a la práctica las enseñanzas que obtienen de lecturas tan trascendentales. En los tiempos que corren, sostiene Aloysius que pocos deben ser los afortunados que disfruten con la lectura de la poesía o de la filosofía. Concedámosles el beneficio de la duda.

Parece ser que Peter Singer, el controvertido filósofo utilitarista australiano, es uno de los predilectos de nuestro presidente Zapatero. Simplemente recordemos que gran parte de la popularidad de Singer se ha ido conformando a partir de sus singulares opiniones sobre cuestiones tan relevantes como las relacionadas con la liberación animal, la eutanasia y el aborto. En líneas generales, las tesis de Singer sobre la interrupción del embarazo defienden que el feto de la especie humana no es una persona, precísamente por sus carencias como ser autonsciente capaz de reconocerse a sí mismo. Argumentos similares le han granjeado grandes enemistades por su énfasis en desacralizar la vida humana y llegar incluso a plantearse si deberían seguir viviendo los niños afectados por graves enfermedades incurables, irrecuperables y tremendamente incapacitantes. La Historia nos enseña que nada de esto es moderno ni innovador, pues en la antigua Esparta ya se aplicaban técnicas eugenésicas y se abandonaba a su suerte a los niños allí nacidos con algún defecto o discapacidad. Al pie del monte Taigeto se les arrojaba a un barranco, igual que eran despeñados los delincuentes en Roma desde la macabra roca Tarpeya.

Tal vez también se confiese lectora de Peter Singer la ministra Aído, y debido a ello quizás no cometiese tanto desliz cuando afirmó que un feto de 13 semanas era un ser vivo pero no un ser humano. El propio Singer ha dejado escrito: “un embrión humano viene a la existencia tan pronto como se unen el óvulo humano y el espermatozoide”. Sin embargo, para él, el estatuto moral del embrión estaría basado en la aparición de un cerebro, un sistema nervioso y la capacidad para sentir el dolor. Y mientras nuestra sociedad se enfrasca en discusiones éticas, morales y religiosas, en las que por supuesto nunca se alcanzan acuerdos, llegar a fin de mes sigue siendo una tarea heroica para muchos prójimos. Como en la antigua Esparta.

17 mayo 2009

DOS NOMBRES


"Carteles y Buzones". Leipzig, Alemania
Imagen de Isis Desvelada, Flickr TM

La luz de la mañana se colaba entre la torre y el campanario, dibujando sobre el suelo un triángulo equilátero perfecto. Cuando la muchacha alcanzaba su vértice superior, de reojo él se quedaba observándola apenas un instante. Cabello rubio, dos trenzas, uniforme almidonado y una rebeca de color marrón, exactamente de la misma tonalidad que los calcetines que cubrían sus pantorrillas sonrosadas.

Luego, como cada día, ambos se cruzaban en aquella calle que sus antepasados habían empedrado hacía más de doscientos años. Caminos opuestos, cada uno hacia su destino. Entonces él, como un lobezno, olfateaba el desorden provocado en el aire por la muchacha que acaba de pasar. Aspiraba todo lo que podía, cerraba los ojos y se imaginaba un buzón de correos, en un portal cualquiera, con una modesta chapita de metal que pusiera los nombres de ambos. Y aceleraba el paso, sonriendo. Pronto sonaría la campana.

13 mayo 2009

HACE UN MILLÓN DE AÑOS



Decididamente, nuestro mundo esta cambiando con pasos de gigante; y en algunas cosas me complace, pero en otras no acabo de encontrarle el truco. Por ejemplo, me cuesta entender que una ciudad como Ourense, supuestamente la tercera urbe de Galicia, se haya ido quedando sin cines, sin tiendas donde se vendan discos de música y hasta casi sin librerías. Sólo se atreven a mantener la cabeza fuera del agua unos pocos valientes. Poco a poco, su espacio natural ha sido ocupado por Internet y los kioscos de prensa. Precisamente, colgado en el abigarrado escaparte de uno de estos establecimientos, la otra tarde me encontré a precio de saldo un DVD de “Hace un millón de años”, la película de Don Chaffey ambientada en la prehistoria que alcanzó la fama al ser protagonizada por la bellísima Rachel Welch en 1966. De este film recuerda especialmente mi muy memorión Aloysius que la actriz cubría su exhuberante anatomía con un sugerente bikini de piel.

Pero no voy a disertar sobre temas cinematográficos; voy a contarles una historia real, que he conocido hace muy poco tiempo. Transcurrió hace ya varias décadas, y lo curioso es que situaciones similares se vienen dando en la humanidad desde hace un millón de años, desde que el ser humano fue consciente de su propio dolor, de su fugacidad, de su angustia, desde que un semejante se postró al lado de un prójimo que sufría y le prestó su auxilio, sin conocimientos médicos de ningún tipo. ¿Habrá alguien que hoy en día pueda imaginarse una existencia sin médicos, enfermeras, ambulancias, farmacias, hospitales, medicinas, jeringuillas, analíticas, radiografías, prótesis, tranfusiones y trasplantes? Posiblemente los más ancianos del lugar recuerden las figuras heroicas de algunas vecinas que en su aldea desinteresadamente fueron comadronas, puericultoras, practicantes, lectoras de correspondencia, psicólogas, madrinas, buenas samaritanas que acompañaron al enfermo mientras llegaba el médico e incluso amortajaron a los fallecidos y consolaron a sus seres queridos. Alguien que se encargaba de mantener el fuego de la solidaridad encendido, flores frescas sobre las sepulturas y una luz ahuyentando a la oscuridad en los páramos.

Sostiene Aloysius que hace apenas unos años, existió una de estas denodadas mujeres en A Medorra, Pereiro de Aguiar. Se llamó Angelita Pérez Pérez. Sus vecinos, bien agradecidos, le han dedicado una placa de recuerdo en la calle principal. Pero se olvidaron de añadirle aquellos versos de Raymond Carver que decían: “¿Y conseguiste lo que querías de esta vida. Lo conseguí. ¿Y qué querías? Considerarme amado, sentirme amado en la tierra”. Exactamente como hoy, como hace un millón de años. Como debe ser.

08 mayo 2009

DISEÑANDO HUMANOS



"1996", Dan Darfor, Flickr TM

Desde que ha leído mis recientes alabanzas sobre el resveratrol, algunas tardes de primavera suele el incombustible Aloysius sentarse con sus amistades más íntimas alrededor de unas botellas de Pago de Carraovejas ® para depositar en sus carnes magras las ventajas de tan prometedor antioxidante. Tengo entendido que pagan a escote pericote el exquisito brebaje, para luego debatir en condición sobre cuestiones trascendentales referentes a la naturaleza humana. Las últimas novedades orbitan alrededor de un controvertido libro, todavía no traducido al español, firmado por el científico norteamericano Gregory Stock bajo el sugerente título de “Redesigning Humans – our Inevitable Genetic Future”. A propósito de este tratado, estoy firmemente convencido de que, a lo largo del presente siglo XXI, habitarán sobre el planeta Tierra dos especímenes diferentes de homo sapiens: el clásico, al que yo sigo perteneciendo de momento, y uno moderno y evolucionado, portador de increíbles innovaciones genéticas adquiridas en el laboratorio, y que le harán acreedor de enormes ventajas frente a las actuales enfermedades cardiovasculares, genéticas, oncológicas e infecciosas.

El otro atardecer, en una de esas veladas auspiciadas por mi ilustrado amigo, me quedé sobrecogido al escuchar un aria hermosísimo de la ópera “Rinaldo”, del inmortal Händel. Reconocí los acordes de “Lascia ch´io pianga” transportados por el espacio vespertino a lomos de la impresionante voz del contratenor francés Philippe Jaroussky. Y entonces evoqué una atrocidad realizada por el ser humano en nombre del arte y la belleza. Entre los siglos XVII y XVIII, solamente en Italia fueron castrados cada año unos 4000 niños antes de cumplir los 8 años, con la finalidad de preservar sus voces infantiles y obtener el éxito y la fama como cantantes de ópera o solistas corales al servicio de la Iglesia o de las monarquías europeas. Recibieron la denominación general de castrati, y eran los equivalentes entonces de nuestras actuales estrellas del rock.

El círculo se cierra. El ser humano nunca ha sido conformista. Bien sea por obra y arte de técnicas cruentas como la castración física, o bien por procedimientos que hoy en día parecerían encajar más dentro del ámbito de la ciencia ficción, la modificación de nuestra propia naturaleza podría estar tanto al servicio de objetivos puramente espirituales como al de las más terribles abyecciones. Por ahí se conservan aún las ruinas de ciertos campos de concentración. Menos mal que, de vez en cuando, diminutos seres vivos que comparten con nosotros estos pagos planetarios, como el virus de la gripe, nos recuerdan que habremos de ser sublimes pero humildes, pues todavía es frágil nuestra vida y demasiado fácil nuestra mortalidad.