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13 mayo 2009

HACE UN MILLÓN DE AÑOS



Decididamente, nuestro mundo esta cambiando con pasos de gigante; y en algunas cosas me complace, pero en otras no acabo de encontrarle el truco. Por ejemplo, me cuesta entender que una ciudad como Ourense, supuestamente la tercera urbe de Galicia, se haya ido quedando sin cines, sin tiendas donde se vendan discos de música y hasta casi sin librerías. Sólo se atreven a mantener la cabeza fuera del agua unos pocos valientes. Poco a poco, su espacio natural ha sido ocupado por Internet y los kioscos de prensa. Precisamente, colgado en el abigarrado escaparte de uno de estos establecimientos, la otra tarde me encontré a precio de saldo un DVD de “Hace un millón de años”, la película de Don Chaffey ambientada en la prehistoria que alcanzó la fama al ser protagonizada por la bellísima Rachel Welch en 1966. De este film recuerda especialmente mi muy memorión Aloysius que la actriz cubría su exhuberante anatomía con un sugerente bikini de piel.

Pero no voy a disertar sobre temas cinematográficos; voy a contarles una historia real, que he conocido hace muy poco tiempo. Transcurrió hace ya varias décadas, y lo curioso es que situaciones similares se vienen dando en la humanidad desde hace un millón de años, desde que el ser humano fue consciente de su propio dolor, de su fugacidad, de su angustia, desde que un semejante se postró al lado de un prójimo que sufría y le prestó su auxilio, sin conocimientos médicos de ningún tipo. ¿Habrá alguien que hoy en día pueda imaginarse una existencia sin médicos, enfermeras, ambulancias, farmacias, hospitales, medicinas, jeringuillas, analíticas, radiografías, prótesis, tranfusiones y trasplantes? Posiblemente los más ancianos del lugar recuerden las figuras heroicas de algunas vecinas que en su aldea desinteresadamente fueron comadronas, puericultoras, practicantes, lectoras de correspondencia, psicólogas, madrinas, buenas samaritanas que acompañaron al enfermo mientras llegaba el médico e incluso amortajaron a los fallecidos y consolaron a sus seres queridos. Alguien que se encargaba de mantener el fuego de la solidaridad encendido, flores frescas sobre las sepulturas y una luz ahuyentando a la oscuridad en los páramos.

Sostiene Aloysius que hace apenas unos años, existió una de estas denodadas mujeres en A Medorra, Pereiro de Aguiar. Se llamó Angelita Pérez Pérez. Sus vecinos, bien agradecidos, le han dedicado una placa de recuerdo en la calle principal. Pero se olvidaron de añadirle aquellos versos de Raymond Carver que decían: “¿Y conseguiste lo que querías de esta vida. Lo conseguí. ¿Y qué querías? Considerarme amado, sentirme amado en la tierra”. Exactamente como hoy, como hace un millón de años. Como debe ser.

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