Me encanta acudir a fiestas a las que no me han invitado. A finales de
noviembre de 1991, regresando de las playas de Sosúa y Samaná, me encontré en
el lounge
bar del hotel a un grupo de personas que
celebraban animadamente un enlace matrimonial. A pesar de
encontrarme quemado por el sol, con el cabello apelmazado por el viento y el
salitre, y las sandalias repletas de arena, aquellos buenos samaritanos se
empeñaron en invitarme a un trago para brindar por el futuro de la nueva
pareja. Alcé mi copa sin saber que suerte les depararía la ruleta de la vida...
Años más tarde viví otro episodio similar en Amman, en el atardecer de
una jornada que había transcurrido pacífica entre las ruinas romanas de Jerash.
Fui un testigo privilegiado de la legendaria hospitalidad jordana en un país
que recientemente se había quedado huérfano de su rey Hussein I, y que entonces
semejaba vivir ajeno a la violencia de los radicales islámicos. Al igual que el
patriarca de aquella amable familia, espero que los novios hayan sido
bendecidos con una generosa descendencia...
Hoy he ido a comer a un restaurante ourensano que acaba de cambiar de
gerencia. Un amigo me lo ha recomendado y había que darles una oportunidad a
los nuevos dueños. En la mesa de al lado, tres mujeres celebraban un día muy
especial. La mayor, una anciana muy pulcra que descansaba en un silla de ruedas
celebraba su nonagésimo séptimo aniversario. Al lado de su hija, que superaba
de largo los setenta, sopló las velas de la tarta y nos dedicó una sonrisa
cuando le cantamos el cumpleaños feliz. Y por supuesto, nos invitó a un trozo
del pastel. Como estamos en el siglo XXI, la escena quedó inmortalizada por la
cámara de un teléfono portátil...
- ¿Cómo te llamas? - le preguntó la hija, tratando de comprobar la
memoria de su casi centenaria mamá.
- Lola...
- ¿Y cómo se llama la que te cuida todos los días?
- Lolita...
Con nostalgia se me vino a la memoria el nonagésimo quinto cumpleaños
de mi abuela Rosa, el último que celebramos en vida; también hubo fotos,
canciones y una tarta sobre la que ardían dos velas, dos números rojos... En
estos días tendría 101 años, unos poquitos más que la entrañable Sra. Lola.
Vivo en una ciudad y en una provincia en la que es frecuente
encontrarse con personas muy mayores, muchas de ellas al cuidado de sus propios
familiares. Ancianos cuidando de otros ancianos... Las estadísticas también
cantan sus cumpleaños, pues uno de cada tres ourensanos es mayor de 65 años.
Los expertos hablan de un índice de sobrenvejecimiento que sitúa a nuestra
provincia entre las más longevas de Europa. Se estima que viven con nosotros
unas 15000 prójimas y prójimos mayores de 85 años...
Casualidades de la vida, esta misma mañana he visitado a un paciente y
amigo en su residencia de ancianos. La semana pasada le dieron el alta
hospitalaria después de superar una complicada neumonía. Tiene ochenta y siete
años y padece una insuficiencia renal crónica, pero su mente funciona como un
reloj. Su habitación es cómoda, amplia y soleada, desde donde puede contemplar
como el sol se va a dormir tras los tejados de la Plaza de Abastos.
- Me he salvado de milagro... ¿para qué? Para seguir sufriendo... La
palidez de su rostro demostraba un infinito cansancio...
- Para que volvamos a tomar un vino un día de estos, cuando te
recuperes...
Entonces, me miró desde el azul licuado de sus ojos y me dijo:
- ¡Qué suerte! Tú que puedes...
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