El tiempo consume al tiempo.
Avanza septiembre y las calles pronto volverán a poblarse con el bullicio de los
niños que van y vienen de la escuela. La emoción que provoca el reencuentro con
los compañeros de pupitre se convierte en el antídoto balsámico ideal contra la
nostalgia por las vacaciones estivales.
La otra tarde, el consternado
Aloysius me telefoneó para comentarme que acababa de ver en la televisión una
de esas llamadas películas de culto. Confluencia accidental entre la programación
de relleno veraniega y las casualidades del zapping,
se trataba de “Dirkie” (James Uys, 1970), película sudafricana filmada en el
inhóspito desierto de Kalahari.
El protagonista es un pequeño de 8 años que
sobrevive a un accidente de aviación. Acompañado por su inseparable perrita,
una entrañable terrier que incluso decide
parir a su camada en medio de la aventura, durante dos semanas el niño vaga
extraviado entre las dunas ocres y escarlata alimentándose de huevos de pájaro
y bebiendo el agua tan escasa que recoge de algún charco solitario.
Mi atribulado amigo se
preguntaba si desde el punto de vista médico podría resultar posible subsistir
en semejantes condiciones, durante todo ese tiempo, en un medio tan extremadamente
hostil. El Kalahari es muy árido en su área suroriental, donde recibe menos de
175 m3 de lluvia al año. Por el día, su temperatura oscila entre los 20 y los
40º C, pero por la noche puede descender hasta los 0º C, lesivas para un chico
que deambula cargado con una maleta y un bolso de tela donde apenas recoge un agua
a todas luces no potable. Y por si fuera poco, una hiena les persigue obcecada,
acosándolos hasta la extenuación.
En este drama, la guinda del
pastel la ponen un escorpión y una serpiente. La mayoría de los escorpiones resultan
venenosos para el ser humano y los expertos recomiendan la atención médica
inmediata ante cualquier picadura. Respecto a la serpiente, Dirkie es atacado
por una cobra escupidora, probablemente una Naja
anchietae, una Naja nivea o una Naja annulifera, por tratarse de géneros
abundantes en aquella geografía.
El veneno de estas cobras tiene
un componente neurotóxico, que causa parálisis y puede resultar letal. También
contiene unas toxinas de potente efecto anticoagulante. Pero, aunque no muerdan
a su víctima, el veneno escupido se comporta como un poderoso irritante. Si
alcanza el ojo, como en el caso de nuestro protagonista, provoca un ardor
intenso y una ceguera temporal, que puede incluso resultar permanente si no se
limpia a fondo inmediatamente.
Alfred Hitchcock sostenía que el
cine no es un trozo de vida, sino un pedazo de un pastel. También decía que el
cine son 400 butacas que llenar. Apaciguo a mi querido amigo con el final
feliz, para el niño y para su perrita, de esta extraña película. Y quedamos
emplazados para estudiar otro día, desde el punto de vista traumatológico, cómo
es posible que el oficial John McClane (Bruce Willis), de la policía de Nueva
York, hubiera salido sano y salvo de “La jungla de Cristal” (John McTiernan,
1988).
1 comentario:
Amigo, Aloysius. Recuerdo este film, vagamente de verlo en un cine de reestreno, pero era muy “pequeñito”. Después de leer atentamente tu reseña. Volveré a verlo y de paso, aprovecharé para hacerlo con mi hermana y su hija (mi sobrina que está en fase adolescente). Creo denotar pulsiones Fordianas y aromas Hitchcockrianos. En fin, un placer visitar tu blog. Abrazos
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