En la segunda mitad del siglo
XIX, la difteria era una pandemia mundial. Muchas décadas después, cuando
escribimos estas líneas, un niño de 6 años continúa luchando contra la muerte
en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) del Hospital Vall d´Hebron de
Barcelona.
La causa de su enfermedad se llama difteria, una enfermedad
infecciosa causada por una bacteria (Corynebacterium
difteriae) productora de una toxina que causa la afectación de las vías
respiratorias. En sus cuadros avanzados puede dañar el corazón y el cerebro,
provocando la muerte.
La difteria es una enfermedad eliminada en España. En
Galicia, el último caso declarado se remonta a 1982. Me pregunta el inquieto
Aloysius el por qué de tal consideración. Resulta que el quid de esta cuestión radica en lo que en medicina conocemos como
inmunidad de grupo, es decir, muchas personas vacunadas individualmente contra
dicha enfermedad consiguen un elevado nivel de inmunización colectivo en toda
la población.
Se estima que este estado óptimo
se consigue cuando el 90% de los niños y el 70% de los adultos han sido
vacunados, como viene ocurriendo en las últimas décadas en Galicia. Con unas
cifras similares en todas las comunidades autónomas del estado español,
entonces ¿cómo pudo infectarse el pequeño de Olot, en Gerona? La respuesta es
bien sencilla: porque sus padres decidieron no vacunarlo.
Aunque todavía
minoritario, el movimiento antivacunas sigue creciendo con sus creencias al
margen de lo que la evidencia médica ha demostrado. A día de hoy, mientras el pequeño
continúa en la UCI, los padres de otros 47 niños de Olot siguen rechazando dicha
vacunación. Para que nos entendamos, si no se toman las medidas oportunas, el
1.5% de la población infantil de esta villa catalana estaría en riesgo de
enfermar. Me imagino que los que apoyan tan cuestionable decisión lo hacen basándose
en diversas razones.
La primera la hacen extensible a todas las vacunas, a
las que identifican de manera infundada como causantes del autismo o de la
muerte súbita fetal. En realidad, la inmunización contra la difteria se consigue
mediante una vacuna inactivada que contiene la toxina desprovista de su
toxicidad. Una vez inyectada, no produce la enfermedad, sino que activa en el
organismo una serie de defensas específicas contra la difteria.
Algunas voces
contrarias a la evidencia médica ha basado también su rechazo a esta vacuna en
la escasa prevalencia de la difteria en nuestro entorno, y quizás en la
existencia de tratamientos antibióticos eficaces contra la misma. En este último
aspecto, la penicilina y la eritromicina han demostrado su utilidad, pero la
terapia fundamental en estos casos sigue basándose en la administración de la
toxina antidiftérica mediante inyección intramuscular o intravenosa.
En 1940, el cineasta alemán
William Dieterle dirigió al incombustible Edward G. Robinson en un clásico
nunca estrenado en España, aunque sí en Portugal bajo el título de “A ampola
miraculosa”, sobre la vida del Doctor Paul Ehrlich (1854-1915), Premio Nobel de
Medicina en 1908 por sus hallazgos en el campo de la inmunología, fundamentales
en el descubrimiento posterior de un suero antidiftérico eficaz, que salvó la
vida de millones de niños. En tiempos del MERS y del Ébola, que la medicina
c ontinúe avanzando, por favor.
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