La influyente revista
médica “The Lancet” alertaba en uno de sus últimos números sobre la influencia
que la pobreza tiene sobre la salud de nuestros prójimos. Por desgracia este
hecho ya no resulta una novedad.
Hace unos cuantos años otros medios
especializados informaban que la diabetes mellitus tipo 2, cuyo curso
patológico en muchas ocasiones es consecuencia del sobrepeso y la obesidad, se
cebaba en las clases más desfavorecidas
de los EEUU. Pero ¿cómo era posible que las personas con menos recursos
económicos se convirtieran en las mayores víctimas de estas enfermedades?
Los
alimentos ricos en hidratos de carbono suelen ser baratos. Colocamos dentro de
este mismo saco a las bebidas azucaradas, con envases extra a la venta en
grandes superficies y restaurantes de comida rápida, y también a todo tipo de bollería,
galletas, helados y pastelitos saturados de azúcar.
Hace poco tiempo un amigo
me enviaba desde Nueva York una fotografía de una descomunal ración de patatas
fritas chorreantes de empalagoso y denso kétchup. No es nuestra intención
demonizar desde esta página ningún producto pero 100 gramos de esta popular
salsa contienen aproximadamente unos 22 gramos de azúcar, por poner un ejemplo.
Desafortunadamente las frutas y las verduras resultan más caras. En estos días
hemos vivido el alza de los precios de berenjenas, tomates y calabacines, con
subidas incluso superiores al 120%. La culpa ha sido de la ola de frío
siberiano que ha incidido negativamente en la cantidad y calidad de las
cosechas.
La Organización
Mundial de la Salud (OMS) tampoco sale muy bien parada en el artículo de “The
Lancet”, pues continúa sin incluir la pobreza como un factor determinante de la
salud, aunque hay estudios que ya han demostrado que los pobres disfrutan de
menos años de vida que los obesos, hipertensos, fumadores, sedentarios y
consumidores de alcohol en exceso.
Hace un par de décadas recuerdo atender a un
paciente por urgencias. Su fiebre y malestar general, con las amígdalas
tremendamente inflamadas y repletas de placas purulentas, necesitaban un
tratamiento antibiótico inmediato y eficaz. Cuando le entregué la receta me
comentó con una voz apenas audible por el dolor de garganta que no tenía dinero
para poder comprar las medicinas. En la facultad nunca nos enseñaron qué hacer
en circunstancia similares. Eso nos lo ha ido enseñando la vida.
Para algunos
estas reflexiones obtenidas a partir de la evaluación de casi 2 millones de
personas pueden resultar una obviedad. Pero la importancia de estos datos
radica en que la miseria no solo mata por hambre, como ocurre todavía con
demasiados niños de este mundo, sino que pobreza con malnutrición resulta
también perniciosa para la salud. Y a la indigencia nadie le pone las etiquetas
de advertencia que llevan todos los paquetes de tabaco.
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