Javier
González Lamelas, in memoriam
Así solíamos llamarte
Aloysius y yo, con infinito cariño, entre taza y taza de té, desde el primer
día en que te conocí, torbellino de vitalidad, irrumpiendo en la habitación
para proponerme los mil y un proyectos a favor de la donación de órganos. Y así
continuamos, con alguna que otra modesta colaboración, cuando tu inagotable
creatividad se inventó aquella mágica gotita de sangre que supuestamente iba a
estimular la solidaridad de nuestros prójimos hasta límites insospechados, o la
poesía del “Caraveliño” que una tarde de octubre te regalé para que algún amigo
le pusiera música y así poderle cantar una hermosa canción a los niños
dializados. En el tintero se nos quedó aquel otro proyecto sobre las vivencias
del Dr. Manolo Garrido Valenzuela por las lejanas tierras bolivianas, del que
tanto hablamos cuando visitamos el Pazo da Viña, en la parroquia de Abades,
contemplando el atardecer en la grata compañía de nuestro amigo el cirujano
pediátrico. Por ahí conservo algunos libros que me regalaste, de George Trakl,
de Thomas Mann, de Cesare Pavese, de Constantino Kavafis, apilados en la
biblioteca junto a la “Canción del Amor” de Rilke, la que yo mismo elegí para oficiar
los matrimonios civiles en el Concello de Ourense. Conservo todos tus correos
electrónicos y los mensajes que a medianoche y de madrugada me enviabas desde
el silencio de los hospitales, desde la bucólica Chandrexa de la que eres
consustancial, el gran amante seducido por las tierras y los paisajes, por la
esencia de la vida, por Dios y el amor. Ahora tocará repasarlos uno por uno,
una y otra vez, cuando el desaliento intente clavar sus garras en este alma
esquiva. Tanto y tanto conversamos sobre la salud y la enfermedad, sobre el
dolor y la muerte, a la que ningún respeto le tenías, sobre la solidaridad
emergente y la gestión de la solidaridad, los voluntarios auténticos y de los
simulados, que tanto te encabronaban, la antología que proyectabas seleccionar
entre las centenares de colaboraciones publicadas desde hace años en La Región,
sobre la fragilidad de la vida, el sentido del sufrimiento, las sendas
desconocidas que la Medicina irá descubriendo en los días que habrán de venir,
sobre lo que podríamos hacer para mejorar el mundo. ¿Y qué decir del poder
terapéutico de la poesía? Casualmente, cada uno por su lado, escuchamos a Van
Morrison y leímos los poemas de David Hernández Sevillano; y te empeñaste en
acercarlo al horno del panadero, esa magnífica editorial Eurisaces convertida
en el faro de tus días. Así nació el colosal “El Punto K” que presentaste en El
Cercano, y allí también estaba yo, como también en el estreno de la “Poesía
Reunida” de Edelmiro Vázquez Naval, tal vez el epílogo del quimérico proyecto
del pequeño gran hombre empeñado en fabricar los libros más preciosos en los
tiempos de la informática, la robótica y la nanotecnología. Malos tiempos para
la lírica, mi querido amigo. Pero ahora tú, cual espléndida mariposa,
frecuentas balsámicos vergeles. Así sea.
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