Decía el sabio emperador Marco Aurelio que el dolor es capaz de destruirnos cuando nos resulta insoportable; pero cuando no es capaz de destruirnos, es entonces soportable.
En la pandemia que nos está tocando vivir, el sufrimiento y el dolor se está repartiendo desigualmente. Esta inequidad afecta a los más débiles, como tantas otras enfermedades: a las personas mayores frágiles, a los enfermos crónicos y a los más desfavorecidos, en los social y en lo económico.
Se repite la misma escenografía que en pandemias anteriores: la peste, el cólera, la difteria, el sarampión, la poliomielitis, la viruela, la gripe. En esta misma asfixiante atmósfera la tuberculosis continúa segando millones de vidas cada año en nuestro planeta.
Esta enfermedad, en el año 2018, provocó entre 1.3 y 1.8 millones de defunciones a nivel mundial, mayoritariamente en África y América. La Gran Plaga Blanca, como fue conocida en Europa esta epidemia, comenzó con el siglo XVII para prolongarse durante dos siglos. Enfermedad nefasta y letal, en el año 1650 fue la primera causa de muerte en el Viejo Mundo, más incluso de la Peste Negra.
Hoy, en pleno siglo XXI, atribulados contables registran otras defunciones, las causadas por la inesperada irrupción de la COVID-19 en nuestras vidas. Durante los conflictos bélicos, la sanidad militar contabiliza escrupulosamente las bajas mortales entre sus tropas. Los decesos entre la población civil ya son otro cantar.
Ahora, de manera similar, los medios de comunicación nos presentan el cómputo cotidiano de fallecimientos ocasionados por el coronavirus SARS-CoV-2: decenas y centenas en las comunidades, millares en los países, millones a nivel mundial.
¿Nos hemos acostumbrado a tanta aniquilación? ¿Continúa vigente la máxima de Marco Aurelio al habernos acostumbrado a semejante infortunio? ¿Estamos realmente anestesiados al respecto?
Sostiene Aloysius que algo debe de haber cuando en las últimas semanas poco parece inquietarnos que en España contabilicemos entre 300 y 500 muertes diarias por COVID-19.
Comentábamos el otro día la tremenda aflicción suscitada por el accidente aéreo de Los Rodeos, en Tenerife, cuando el 27 de marzo de 1977 perecieron 583 personas y 61 resultaron heridas al colisionar dos aviones Boeing 747 sobre las pistas del aeropuerto, envuelto entonces en una fatídica niebla.
Sin embargo, ahora nuestras conciencias permanecen narcotizadas ante esta escabechina cotidiana. Un fenómeno parecido ocurre con los niños que perecen cada día en los países más desfavorecidos, víctimas del hambre, las guerras y la miseria, a pesar de que nos presenten sus dramas incluso a la hora de comer. ¿Un dolor soportable, incapaz de destruirnos?.
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