Conserva mi taimado Aloysius una serie de amigos muy peculiares, de los que viven casi siempre tan deprisa que a veces no tienen ni siquiera tiempo para despertarse y volverse dormir. Apenas sobreviven libando de las flores y componiendo poesías con el rocío de la mañana. Con cierta frecuencia, uno de ellos le regala hermosas frases que encuentra brujuleando entre las páginas de los libros que muy poca gente lee. Él afirma que Karl Popper dijo un día que en el mundo no hay relojes, sino nubes. A mí Popper me cae simpático, pues construyó parte de su cuerpo filosófico sobre algo tan simple como que los seres humanos somos capaces de aprender todos los días a base de ensayar, equivocarnos, volver a probar y finalmente acertar. Pero ya quisiéramos que no hubiera relojes, ni ONG. Ni Comité Anti-Sida.
Tal vez ya les haya contado esta historia. Pasa consulta en Ourense un colega y buen amigo mío que sostiene que, dejando al margen la ingente solidaridad internacional, en nuestro país no debería existir ninguna asociación de este tipo. No es de derechas ni de izquierdas. Simplemente es un hombre sensato y apreciado por sus fieles pacientes. Este controvertido razonamiento suyo se basa en que nuestro estado de bienestar debería responsabilizarse de todos los enfermos y desfavorecidos. Y lo de todos lo pone con mayúscula. Lo enfatiza. Lo arranca del ámbito privado y lo transplanta al campo de lo público. De esta manera, por ejemplo, ningún toxicómano se desengancharía fuera del sistema sanitario. De esta forma, los enfermos de SIDA (o sus familiares y seres queridos) no deberían defender con uñas y dientes unos derechos comunes idénticos a los de otros pacientes (que de antemano cuentan con el necesario apoyo social e institucional). Y los vecinos de un barrio podrían vivir tranquilos sin ponerse en pie de guerra periódicamente porque recelan de quien no deberían temer. Son necesarias la información, la empatía y la inteligencia emocional, capaz de hacernos sentir bien con nosotros mismos y con los demás. O como diría Daniel Goleman, el inventor de este término afectivo, haría prevalecer a los que progresan y a la vez se llevan bien con toda clase de personas.
Tal vez ya les haya contado esta historia. Pasa consulta en Ourense un colega y buen amigo mío que sostiene que, dejando al margen la ingente solidaridad internacional, en nuestro país no debería existir ninguna asociación de este tipo. No es de derechas ni de izquierdas. Simplemente es un hombre sensato y apreciado por sus fieles pacientes. Este controvertido razonamiento suyo se basa en que nuestro estado de bienestar debería responsabilizarse de todos los enfermos y desfavorecidos. Y lo de todos lo pone con mayúscula. Lo enfatiza. Lo arranca del ámbito privado y lo transplanta al campo de lo público. De esta manera, por ejemplo, ningún toxicómano se desengancharía fuera del sistema sanitario. De esta forma, los enfermos de SIDA (o sus familiares y seres queridos) no deberían defender con uñas y dientes unos derechos comunes idénticos a los de otros pacientes (que de antemano cuentan con el necesario apoyo social e institucional). Y los vecinos de un barrio podrían vivir tranquilos sin ponerse en pie de guerra periódicamente porque recelan de quien no deberían temer. Son necesarias la información, la empatía y la inteligencia emocional, capaz de hacernos sentir bien con nosotros mismos y con los demás. O como diría Daniel Goleman, el inventor de este término afectivo, haría prevalecer a los que progresan y a la vez se llevan bien con toda clase de personas.
Algunos echaban en falta mi apoyo público al Comité Anti-Sida de Ourense. Estimo que no era tan necesario, pues sin duda siempre han contado con mi afecto y reconocimiento. Muchos y mejores les han manifestado su solidaridad y mi testimonio podría resultar redundante y oportunista en estas fechas. No voy a defender yo aquí una labor que se dignifica día a día con su mera existencia. Solamente pretendo reflexionar sobre la tristeza que me producen conflictos innecesarios que se generan por la incomprensión entre los seres humanos, tan cercanos y distantes a la vez, incluso cuando manejamos cuestiones tan espinosas como el sufrimiento de nuestros prójimos. Sostiene Aloysius que en Auriavella hay muchos edificios que podrían restaurarse y cederse para que allí trabajen todas nuestras ONG ourensanas. Propone que muchas subvenciones públicas destinadas al área humanitaria y social consideren la transferencia de los espacios físicos y de los medios materiales necesarios para que la maquinaria del voluntariado sea efectiva (y afectiva) y funcione perfectamente engrasada en un entorno amigable. Y que esa labor se desarrolle siempre de puertas abiertas, pues la desconfianza hacia lo desconocido hace tiempo que se cura con la comprensión (como ya decía Virgilio, uno se cansa de todo menos de comprender).
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