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13 agosto 2007

LOS ESPERMATOZOIDES


Anda un tanto circunspecto mi apreciado Aloysius tras la lectura en La Región de un opúsculo ciertamente vengativo contra los espermatozoides, esas sufridas células germinales varoniles que llegaron a fascinar al mismísimo Woody Allen. El genio neoyorquino no tuvo reparos a la hora de disfrazarse de uno de ellos en su cuarta película como director (Todo lo que quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar, 1972). Y sostengo lo de sufridas porque ninguna célula del cuerpo humano tiene el deber de demostrar tan óptima competencia profesional: además de vitalidad, los espermatozoides tienen que ser ágiles, vigorosos, móviles y bien parecidos. Al contrario que en nuestra actual sociedad, no son útiles ni los cabezones ni los que tienen defectos en la cola. Mi entrañable José Luis Penedo, autor de la diatriba contra los gametos flagelados, les achacaba la génesis de todos los seres deleznables que se pasean por el planeta. Supongo que, intencionadamente, obvió que la mitad de la carga genética de los facinerosos, macarras, violadores, gilipuertas, atabanados y otras joyas internacionales es transmitida por vía materna, a través del óvulo. Esta recombinación de nuestro ADN materno y paterno garantiza la variabilidad de nuestra especie. ¿A qué viene entonces tanta inquina?

Sí es cierto que la carga genética correspondiente el cromosoma Y siempre se hereda a partir del padre y de los antepasados varones. Si el gen de la estulticia radicase en ese emplazamiento, con elevada probabilidad un progenitor majadero engendraría vástagos masculinos necios.

También resulta incuestionable que los espermatozoides no pueden aportar las mitocondrias necesarias para que una célula funcione. Como sólo están presentes en el óvulo, estas microscópicas máquinas energéticas indefectiblemente se heredan de madres a hijos. Por ello, si una mujer no tiene descendientes femeninos, el ADN presente en sus mitocondrias se perderá para siempre.

Sostiene Aloysius que nos encontramos ante el declive del imperio espermatozoario. Desde que la famosa oveja Dolly fue concebida en los laboratorios de Escocia, no muy lejos de los alambiques en los que se destila a fuego lento la malta de los aromáticos güisquis de Speyside, la clonación permite copiar animales sin la necesidad de que participen las células sexuales masculinas. Una transferencia nuclear y un chispazo eléctrico podrían sustituir, en un futuro no muy lejano, a la atracción, al cortejo y a las relaciones íntimas entre machos y hembras, entre hombres y mujeres. Y ¿qué será entonces, querido Sr. Penedo, de todos esos alcaldes y concejales que se autoadjudican elevados sueldos?

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