La otra mañana, en pleno aguacero estival, una joven acudió a mi consulta demostrando cierta intranquilidad y preocupación. Había leído en Internet una información relacionada con la infección genital por el papilomavirus humano (HPV, in english). Conversamos durante unos cinco minutos. No hizo falta mucho más tiempo. Escuché sus cavilaciones; tras proporcionarle la información técnica (profesional) y médica (humana) que ella demandaba, se marchó mucho más tranquila. O tal vez esa fue la impresión que me dió. Los expertos siguen divagando sobre el poder terapéutico de la palabra. Me sorprendió gratamente, porque todavía el consejo médico tradicional parece resultar mucho más reconfortante para el paciente que la ingente e indiscriminda avalancha informativa, sin filtrar, sin depurar.
Supongo que en todas estas cuestiones algo tendrá que ver también la comunicación no verbal, las habilidades en la relación médico–paciente, todas esas competencias asistenciales que continuan sin enseñar en las facultades de medicina y que todos vamos aprendiendo, día a día, haciendo callo.
Sostiene Aloysius que ante nosotros se despliega la magia de la red de redes, ese radiante palimpsesto en el que cualquiera puede escribir libremente sus opiniones. Y entonces acudió a mi memoria el recuerdo de otra situación similar. Una paciente, afectada por esclerosis múltiple, me preguntaba mi opinión sobre un tratamiento inmune que no figura en los cánones terapéuticos ortodoxos. Reconocí mi ignorancia, pero le prometí informarme.
Y es que ya nadie duda de que la formación continuada, actualizada y permanente, se ha convertido en una herramienta esencial a la hora de prestar una asistencia de calidad a los usuarios del sistema sanitario. Los excépticos lo interpretan como una especie de expiación mítica, equivalente a la que cumplía Sísifo en los infiernos, empujando colina arriba una pesada piedra que al alcanzar la cima, volvía a caer rodando hasta el principio del camino.
Cuando aludimos al paciente experto, no lo hacemos para definir al projimo que acude a la consulta con la lección bien aprendida, tratando de poner en un brete al profesional que se encarga de velar por su salud. En realidad, nos estamos refiriendo al paciente implicado activamente en su propio autocuidado. No hablamos de fenómenos novedosos; desde la década de los años 80 del pasado siglo, la prestigiosa Universidad de Stanford desarrolló un programa de este tipo específico para las enfermedades crónicas. En nuestro país, existe una página web especializada en este tipo de actividades.
El Programa Paciente Experto puede consultarse en
www.pacienteexperto.com.Y finalmente, de nuevo hemos vuelto a toparnos con la serpiente que se muerde la cola: ¡bienvenidos a Internet!.