Todavía a día de hoy, muchos continuamos sobrecogidos por la terrible tragedia aérea sufrida por el vuelo JK5022 de Spanair ayer en Barajas. Desde aquella trágica catástrofe ocurrida hace unas décadas en el tinerfeño aeropuerto de Los Rodeos (27 de marzo de 1977), nos manteníamos confiados ante la improbabilidad de que este tipo de accidentes se repitiera en nuestro entorno; habitualmente, cuando una aeronave desafortunada se estrella, suele ser la abanderada de cierta línea aérea tercermundista, gestora de aviones de cuarta o quinta mano que se mantienen a duras penas en el aire.
Quién lo iba a sospechar. En suelo patrio, en pleno mes de agosto, con miles de pasajeros partiendo o regresando de sus vacaciones. Y una vez más, la muerte se ensaña con nuestros prójimos de las Islas Afortunadas, casi siempre condenados a volar cuando precisan viajar fuera de sus hermosas fronteras insulares. Para todos los difuntos y sus seres queridos, mis más sentidas condolencias, aunque me confieso sabedor de que jamás habrá suficientes palabras de consuelo para tantas familias afectadas.
Desde el comienzo de la tragedia, los avances de los medios de comunicación nos permitieron seguir las evoluciones de los equipos de rescate casi a pie de pista, en un fenómeno mediático que algunos, quizás frívolamente, denominan la magia del directo. Mientras las ambulancias partían raudas hacia los centros hospitalarios, nos convertimos en mudos testigos del macabro baile de cifras y estadísticas. De la esperanza inicial pasamos a la más penosa de las zozobras. Entre las víctimas, niños e incluso bebés. Parece que la cizaña de la innombrable resulta más afilada cuanto mayor es el número de víctimas, cuando los heridos quedan abandonados a su desesperada suerte inmersos en un mar de llamas, cuando el recuento de cadáveres encuentra solamente anónimos cuerpos carbonizados.
A menudo, este tipo de accidente desencadena lógicas reacciones de solidaridad, ciertamente comprensibles desde el punto de vista humano; a la vez, el temor colectivo a la hora de volar en avión se incrementa y las cancelaciones de este tipo de viajes se disparan. Este miedo se nutre de la sensación de vulnerabilidad del medio de transporte, fabulosas máquinas voladoras de grandes alas y frágil fuselaje. Sin embargo, con frecuencia nos montamos tranquilamente en los coches, poseedores de esa falsa e insensata sensación de seguridad. Me gusta viajar en avión, a pesar de la congoja que me producen los despegues, Elías partiendo hacia el cielo arrebatado por un carro de fuego, y los aterrizajes. Continúa siendo el medio de transporte más seguro.
Sostiene Aloysius que la estadística demuestra lo dificilísimo que resulta ganar la lotería; sin embargo, todos los días, le toca a alguien.
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