Mientras tanto, en España se gestaba la moda del botellón. Años de deriva en materia educativa consentidos por los sucesivos gobiernos de Felipe González (tampoco corregidos por los de José María Aznar), confundieron a una parte de nuestra juventud con el fulgor de ese espectro llamado libertinaje. Fue puesta en entredicho la autoridad de los padres en el hogar, de los maestros en la escuela y de las fuerzas del orden público en las calles. Y ahora, después de los tumultos de Pozuelo de Alarcón, nuestra farisáica sociedad se rasga las vestiduras.
¿Estábamos todos dormidos cuando hace unos años una asonada similar arrasó Cáceres al intentar su alcaldesa controlar el botellón en la monumental capital extremeña? ¿Seguíamos amodorrados cuando año tras año constatamos que el mayor acontecimiento universitario en Sevilla, Granada, Santiago de Compostela o Vigo es un macrobotellón que deja esparcidas por el campus toneladas de basura y cascos vacíos, sobrecargando con decenas de intoxicaciones etílicas los sufridos servicios médicos de urgencias? ¿Acaso continuamos ababiecados cuando cada fin de semana asistimos atónitos a la masacre acaecida en nuestras carreteras, protagonizada por hermosos cadáveres que digirieron mal la mezcla de alcohol y velocidad automovilística? Para algunos políticos resulta demasiado sencillo seguir siendo guais, progres, tíos y tías de puta madre, mirando hacia otro lado mientras el problema social crece. Prohibir hace perder votos. ¿En qué país de nuestro entorno se permiten mazadas colectivas semejantes? ¿Para cuando el tan cacareado pacto político nacional en materia de Enseñanza y Sanidad?...
¿O es que todavía pensamos que lo ocurrido en Pozuelo de Alarcón es un fenómeno sociocultural pasajero, una caralladita de los nenes pijos periféricos de Madrid tratando de acojonar a la policía?
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