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09 septiembre 2009

LA CULTURA DEL DESCONTROL


Mi madre me trajo al mundo mientras Anthony Burgess publicaba su famosa novela “La Naranja Mecánica”. Sostiene Aloysius que aquel año la cosecha de Rioja fue muy buena, aunque no excelente. En 1971 la ultraviolenta historia de Alex y sus pequeños drugos fue llevada al cine por el genial Stanley Kubrick. Los pandilleros se reunían en un bar lácteo y se ponían ciegos de leche – plus, leche con velocet, synthemesco o drencrom, drogas artificiales para estimular sus más bajos instintos. A mediados de los 70, el punk esparció por el planeta imperdibles, crestas, cremalleras y la filosofía del no futuro. Aquel movimiento inicialmente nutrido por jóvenes inadaptados, autodestructivos, que odiaban profundamente el convencionalismo social que les había tocado vivir, pronto se convirtió en una marca comercial que generó para algunos espabilados suculentos beneficios. Todavía conservo con orgullo el "Never Mind the Bollocks" de los Sex Pistols y el “London Calling” de los Clash. Luego llegó el pasotismo, y la juventud se dejó llevar por la desidia.

Aquella cultura del descontrol (alcohol, drogas, sexo sin protección...) permaneció dormida, quizás aletargada tras el mazazo que la irrupción del SIDA provocó en las relaciones entre prójimos. Pero la historia es cíclica. Los jóvenes de París, y no precisamente aquellos de la izquierda divina del mayo del 68, sino más bien los nietos de los inmigrantes magrebíes y africanos que nacieron en barrios deprimidos como Clichy – sous – Bois, Bondy y Le Raincy, levantaron barricadas, arrancaron adoquines y quemaron coches en una orgía de violencia y fuego que despidió en Francia al gobierno Villepin. Con sus algaradas reclamaban mejoras sociales y económicas en las zonas menesterosas del cinturón parisino.

Mientras tanto, en España se gestaba la moda del botellón. Años de deriva en materia educativa consentidos por los sucesivos gobiernos de Felipe González (tampoco corregidos por los de José María Aznar), confundieron a una parte de nuestra juventud con el fulgor de ese espectro llamado libertinaje. Fue puesta en entredicho la autoridad de los padres en el hogar, de los maestros en la escuela y de las fuerzas del orden público en las calles. Y ahora, después de los tumultos de Pozuelo de Alarcón, nuestra farisáica sociedad se rasga las vestiduras.

¿Estábamos todos dormidos cuando hace unos años una asonada similar arrasó Cáceres al intentar su alcaldesa controlar el botellón en la monumental capital extremeña? ¿Seguíamos amodorrados cuando año tras año constatamos que el mayor acontecimiento universitario en Sevilla, Granada, Santiago de Compostela o Vigo es un macrobotellón que deja esparcidas por el campus toneladas de basura y cascos vacíos, sobrecargando con decenas de intoxicaciones etílicas los sufridos servicios médicos de urgencias? ¿Acaso continuamos ababiecados cuando cada fin de semana asistimos atónitos a la masacre acaecida en nuestras carreteras, protagonizada por hermosos cadáveres que digirieron mal la mezcla de alcohol y velocidad automovilística? Para algunos políticos resulta demasiado sencillo seguir siendo guais, progres, tíos y tías de puta madre, mirando hacia otro lado mientras el problema social crece. Prohibir hace perder votos. ¿En qué país de nuestro entorno se permiten mazadas colectivas semejantes? ¿Para cuando el tan cacareado pacto político nacional en materia de Enseñanza y Sanidad?...

¿O es que todavía pensamos que lo ocurrido en Pozuelo de Alarcón es un fenómeno sociocultural pasajero, una caralladita de los nenes pijos periféricos de Madrid tratando de acojonar a la policía?


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