Para darme la otra tarde, el
vengativo Aloysius me contó un cuento repleto de desesperanza. Durante décadas,
en lugar de vivir su vida, un hombre se dedicó a almacenar en un ordenador
todos sus recuerdos favoritos: las películas que le extasiaron o le hicieron
llorar, las fotografías familiares, las de paisajes y las de hermosos animales,
algunos ya extinguidos, las de las mujeres a las que amó, pública o anónimamente,
aquellos relatos que le apasionaron o le hicieron pensar, los libros que comenzó
y que nunca consiguió acabar, los poemas de la alegría pero también de la
tristeza, y millares de canciones, grabaciones musicales que poco a poco habían
conformado la banda sonora de su vida. Una vez estimó finalizada su tarea, se
encerró en una morada lejana, para revivir todo lo que tan cuidadosamente había
acumulado, así, en solitario, hasta el final de sus días.
El otro día recordé
esa desafortunada historia mientras pedaleaba unos kilómetros ficticios sobre
una bicicleta sin ruedas, anclada al suelo del gimnasio. Algunos de los que me
acompañaban en aquellas máquinas impasibles se aislaban del entorno mediante
unos auriculares. Para aliviar el sufrimiento provocado por tanto estiramiento
muscular, imaginé que cada prójimo se concentraba en un torrente de recuerdos
que alcanzaba sus cerebros a través de aquellos dichosos cables. La misma vida
revivida una y otra vez.
No porto en el gimnasio dispositivos electrónicos
capaces de distraerme de mi esfuerzo y de la observación de lo que ocurre a mi
alrededor. Por culpa de ese defecto, cuando viajo en tren nunca leo un libro,
pues prefiero contemplar el paisaje cruzando veloz ante mi indiscreta mirada. A
causa de esa incapacidad, nada consigue distraerme en cualquier vuelo que dure
algo más de una hora.
Mientras enjugaba el sudor que me chorreaba por la frente,
repasé en la memoria un artículo recientemente leído sobre el desconectivismo,
una teoría filosófica que defiende que en la era de la hiperconectividad, los
seres humanos se encuentran más solos que nunca. El fin del mundo en el que fui
criado no ha venido determinado por las profecías apocalípticas de los mayas,
Nostradamus o el irlandés San Malaquías, sino por el ocaso de nuestra singular
manera de comunicarnos. Hoy, para vivir, apenas necesitamos de los demás.
Nuestra existencia ya no precisa ser cooperativa ni mutuamente beneficiosa.
Tenemos mil veces más amistades en Facebook que los dedos de una mano, los
suficientes para contar los amigos de verdad. Contactamos a diario con decenas
de personas, pero de una manera esquiva y superficial. Nosotros, y aquellos que
nos sobrevendrán, rechazamos las relaciones personales para concentrarnos en
redes sociales, dispositivos electrónicos y aplicaciones que alimentan nuestra
soledad, mientras existimos cada vez más rodeados por nuestros semejantes.
Decía
Kurt Vonnegut que un humanista es aquel que tiene gran interés por los seres
humanos; ergo mi perro es un humanista. Hace años que los canes, incómodas
mascotas vivas que comen, cagan y mean, fueron sustituidos por unos juguetes
mecánicos llamados Furbys...
Pero estos ingenios orejudos poco a poco fueron
dejando paso a otros más actuales, amuletos sencillos con forma de patata que
se llaman Pou, una segunda oportunidad para aquellos que dejaron morir a su Tamagotchi...
Tranquilos. Son asépticos y viven en sus teléfonos móviles.
Incluso, algún día, llegarán a ser entrañables, en un planeta superpoblado
llamado Soledad.
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