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17 marzo 2013

CONECTADOS, PERO SOLOS



Para darme la otra tarde, el vengativo Aloysius me contó un cuento repleto de desesperanza. Durante décadas, en lugar de vivir su vida, un hombre se dedicó a almacenar en un ordenador todos sus recuerdos favoritos: las películas que le extasiaron o le hicieron llorar, las fotografías familiares, las de paisajes y las de hermosos animales, algunos ya extinguidos, las de las mujeres a las que amó, pública o anónimamente, aquellos relatos que le apasionaron o le hicieron pensar, los libros que comenzó y que nunca consiguió acabar, los poemas de la alegría pero también de la tristeza, y millares de canciones, grabaciones musicales que poco a poco habían conformado la banda sonora de su vida. Una vez estimó finalizada su tarea, se encerró en una morada lejana, para revivir todo lo que tan cuidadosamente había acumulado, así, en solitario, hasta el final de sus días. 

El otro día recordé esa desafortunada historia mientras pedaleaba unos kilómetros ficticios sobre una bicicleta sin ruedas, anclada al suelo del gimnasio. Algunos de los que me acompañaban en aquellas máquinas impasibles se aislaban del entorno mediante unos auriculares. Para aliviar el sufrimiento provocado por tanto estiramiento muscular, imaginé que cada prójimo se concentraba en un torrente de recuerdos que alcanzaba sus cerebros a través de aquellos dichosos cables. La misma vida revivida una y otra vez. 

No porto en el gimnasio dispositivos electrónicos capaces de distraerme de mi esfuerzo y de la observación de lo que ocurre a mi alrededor. Por culpa de ese defecto, cuando viajo en tren nunca leo un libro, pues prefiero contemplar el paisaje cruzando veloz ante mi indiscreta mirada. A causa de esa incapacidad, nada consigue distraerme en cualquier vuelo que dure algo más de una hora.

Mientras enjugaba el sudor que me chorreaba por la frente, repasé en la memoria un artículo recientemente leído sobre el desconectivismo, una teoría filosófica que defiende que en la era de la hiperconectividad, los seres humanos se encuentran más solos que nunca. El fin del mundo en el que fui criado no ha venido determinado por las profecías apocalípticas de los mayas, Nostradamus o el irlandés San Malaquías, sino por el ocaso de nuestra singular manera de comunicarnos. Hoy, para vivir, apenas necesitamos de los demás. Nuestra existencia ya no precisa ser cooperativa ni mutuamente beneficiosa. Tenemos mil veces más amistades en Facebook que los dedos de una mano, los suficientes para contar los amigos de verdad. Contactamos a diario con decenas de personas, pero de una manera esquiva y superficial. Nosotros, y aquellos que nos sobrevendrán, rechazamos las relaciones personales para concentrarnos en redes sociales, dispositivos electrónicos y aplicaciones que alimentan nuestra soledad, mientras existimos cada vez más rodeados por nuestros semejantes. 

Decía Kurt Vonnegut que un humanista es aquel que tiene gran interés por los seres humanos; ergo mi perro es un humanista. Hace años que los canes, incómodas mascotas vivas que comen, cagan y mean, fueron sustituidos por unos juguetes mecánicos llamados Furbys...



Pero estos ingenios orejudos poco a poco fueron dejando paso a otros más actuales, amuletos sencillos con forma de patata que se llaman Pou, una segunda oportunidad para aquellos que dejaron morir a su Tamagotchi...


Tranquilos. Son asépticos y viven en sus teléfonos móviles. Incluso, algún día, llegarán a ser entrañables, en un planeta superpoblado llamado Soledad.




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