El domingo al mediodía, mis
pasos se cruzaron con los de una singular comitiva. Una docena de escolares,
uniformados todos con el mismo chándal, se dirigían hacia el centro comercial con
sus monitores deportivos. Uno de los adultos, para animar la excursión, comenzó
a canturrear, a viva voz: ¡ensaladas!, ¡ensaladas!, ¡ensaladas!... Tras un instante
de silencio, aquella chiquillería al completo comenzó a gritar: ¡hamburguesas!,
¡hamburguesas!, ¡hamburguesas!... Entonces comprendí por qué el inefable devorador
de hamburguesas llamado Pilón (Wimpy para los americanos) le había ganado la
partida a Popeye y a sus insulsas espinacas. A tomar por saco la leyenda urbana
de los saludables vegetales verdes.
Dicen que fueron los emigrantes alemanes
que partían desde el puerto de Hamburgo en el siglo XIX, los encargados de
llevar aquellos especiales filetes de carne picada hacia los Estados Unidos. La
pujante industria alimentaria de una nación transformándose con celeridad hizo
el resto.
Sostiene el circunspecto Aloysius que desde hace tiempo hemos perdido
la batalla contra la “Fast food”,
comida rápida, comida basura, comida chatarra, como prefieran. Los modernos
chefs, adelantándose a tan sonora derrota, reivindican ahora las modestas
hamburguesas en sus más sofisticadas y saludables versiones. Existen
hamburguesas vegetarianas, a base de proteína de soja (como el tofu) o de
derivados del gluten de trigo (como el seitán), e incluso hamburguesas de
pescado, generalmente elaboradas con atún.
Los detractores de las hamburguesas
esgrimen sus potentes razones. Para obtener un kilo de carne de vacuno se
consume 12 veces más agua que para elaborar un kilo de pan, 64 veces más que un
kilo de patatas y 86 veces más que un kilo de tomates. Hay quien se atreve a ir
más lejos, responsabilizando del mismísimo calentamiento global a los gases
liberados por las deyecciones bovinas.
En el año 2011, muchos nos
escandalizamos con las recomendaciones gastronómicas del Dr. Mitsuyuki Ikeda,
un investigador japonés de los Laboratorios Okayama, capaz de desarrollar
apetitosos filetes de carne a partir de los deshechos obtenidos en las
alcantarillas. Utilizando elementos procedentes los flujos fecales consiguió bistecs
con un 63% proteínas, 25% hidratos de carbono, 9% minerales y 3% lípidos. Un oportuno
baño de color rojo junto a un toque de soja, para matizar el sabor, completaron
tan exquisito producto.
Pero siempre hay otra vuelta de tuerca. El Dr. Mark
Post, cardiólogo de la Universidad de Maastricht, acaba de presentar en
sociedad su hamburguesa in vitro,
elaborada en el laboratorio a partir de células madres musculares obtenidas del
hombro de una vaca. A partir de aquí, comiencen ustedes a elucubrar.
Posiblemente se quedarán cortos. Sin lugar a dudas, la producción industrial de
hamburguesas de carne artificial contribuirá a atizar furibundas controversias éticas
y culturales. Nos revelamos con repugnancia y estupor contra aquellos países
orientales que se comen a sus perros y a sus gatos, mientras en Occidente
hacemos lo mismo con vacas, terneros, cerdos, cochinillos, corderos, cabritos,
conejos, aves y caza.
Dicen que somos lo que comemos, que los primates humanos
somos omnívoros: ¿será verdad?
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