De las múltiples virtudes y
defectos consustanciales a los primates humanos, hoy vamos a centrarnos en el
odio, sentimiento prácticamente específico de nuestra especie humana. Los
animales no aborrecen, aunque algunos expertos opinen que sí, como por ejemplo el
magistral Miguel Delibes. En “El camino” (1950) relata un episodio de ojeriza
entre ciertas aves rapaces diurnas, como el milano, y otras nocturnas, como el buho real. En
la campiña inglesa, se han descrito batallas aéreas similares entre córvidos, cernícalos
y lechuzas comunes.
Quizás a los humanos nos sobren justificaciones, que no
razones, para odiar. El odio, como el amor, caras opuestas de la misma moneda,
han originado actos heroicos y tremendas vilezas. Decía Fénelon que el que ama
con pasión aborrece con furor. Ambas sensaciones comparten similares estructuras
neuronales cerebrales. No obstante, mientras el circuito del amor desactiva
determinadas áreas de la corteza cerebral frontal relacionadas con el juicio crítico
y el razonamiento, este hecho no se produce cuando se desencadena una emoción
rencorosa.
Sostiene Aloysius que amor y
odio son distintas llamas en las que nuestra pasión se consume
irremediablemente. Se puede dar o quitarla vida a un semejante por amor y por
odio. Solemos amar lo que también odiamos. Odiamos según nuestros credos, y así
se gestaron los baños de sangre que empaparon Europa en los siglos XVI y XVII,
letales guerras religiosas que enfrentaron entre sí a las naciones cristianas
de la época. Actualmente, talibanes y demás grupos radicales musulmanes de
diferentes países africanos continúan empeñados en imponer su particular fe a
base del terror, de la sangre y el
fuego.
Odiamos por motivos raciales, desde la solución final de Hitler y el
Holocausto judío, hasta la indiscriminada matanza de inocentes en los campos de
refugiados palestinos de Sabra y Chatila, en Beirut Oeste. El Ku Klux Klan en
Estados Unidos o el apartheid en Sudáfrica, segregaron y atacaron a infinidad
de prójimos por el mero color de su piel.
Odiamos por motivos políticos. En
España todavía recordamos tantas vidas segadas en ambos bandos durante aquella
Guerra Incivil, decía Don Miguel de Unamuno, un conflicto fraticida con miles
de cautivos, ejecutados, represaliados y desaparecidos en campos y cunetas. En
la Unión Soviética, para consolidar el poder dictatorial de Stalin, millares de
comunistas, socialistas, anarquistas y opositores al régimen fueron eliminados
o confinados en terribles campos de concentración. Y qué decir del genocida camboyano
Pol Pot y sus sanguinarios jemeres rojos.
Tenemos cerebro para amar, y por lo tanto también para odiar. Tenemos cuchillos para cortar el pan, pero también para
herir y matar a nuestros semejantes. Sin embargo, mientras el amor suele
siempre ser justificado, el desprecio, el rencor y la venganza no tienen cabida
en la razón humana. Las diferencias siempre generan odios, pero las diferencias
son subjetivas, nunca indispensables.
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