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15 agosto 2014

EL VIRUS PERFECTO


En el año 2000 se estrenó en la gran pantalla “La tormenta perfecta”, la adaptación cinematográfica de la novela homónima del escritor Sebastian Junger. El cineasta alemán Wolfgang Petersen eligió al carismático George Clooney para encarnar al capitán Billy Thyne, un esforzado patrón de pesca que no dudó en arriesgar su propia vida y la de su tripulación intentando retornar con su navío a puerto. A pesar de la dilatada y exitosa carrera del galán norteamericano, nadie niega el punto de inflexión que en la misma representó su interpretación del pediatra Dr. Doug Ross, en la galardonada serie televisiva “Urgencias”. 

Una vez más el cine, fuente de vocaciones médicas. Hoy, parafraseando el título de aquella película, el brote epidémico de enfermedad de Ébola que a estas alturas ya ha hecho sucumbir a un millar de prójimos en varios países africanos podría representar para la sanidad actual el problema perfecto, causado por el virus perfecto. Sostiene el sapiente Aloysius que las ciencias del siglo XXI solamente han identificado al 1% de todos los microorganismos existentes en nuestro planeta. Y eso porque la enorme mayoría de éstos resulta patógena para el ser humano o los animales domésticos.

¿Por qué el virus Ébola puede representar un tremendo problema sanitario? 

En primer lugar, aunque parezca una obviedad, por tratarse precisamente  de un virus. Poco a poco la medicina ha ido desarrollando diferentes antibióticos contra las bacterias y otros microorganismos patógenos. La irrupción de ciertos virus, como el asociado a la inmunodeficiencia humana (VIH) en la década de los años 80, puso de manifiesto las enormes dificultades de los sistemas sanitarios para encontrar vacunas y fármacos eficaces frente a los mismos. Otro tanto podríamos especular respecto a la limitada pandemia de gripe A (H1N1) entre 2009 y 2010. 

En segundo lugar, el período de incubación de la infección Ébola es variable, si bien existen casos en los que puede alcanzar las 3 semanas. Esto implica que muchas personas infectadas todavía no enfermas, pueden diseminar ampliamente el virus dentro de la comunidad. Si a esta particular circunstancia añadimos la globalización, la superpoblación de las grandes urbes y la celeridad de los medios de transporte, sobran casi las explicaciones. 

En tercer lugar, el virus se transmite por contacto directo con fluidos corporales: sangre, saliva, orina, sudor y vómitos. Las condiciones de hacinamiento y de escasa higiene multiplican el riesgo de esta infección, tal y como ocurrió durante aquellas grandes plagas que diezmaron la población europea en la Edad Media. La letalidad del Ébola es rápida y extensa. Durante el brote de 1976 fallecieron alrededor del 90% de los infectados. 

Por último, su comienzo abrupto, con cefalea, fiebre elevada, dolores musculares intensos y la aparición posterior de graves hemorragias obligan a un intenso despliegue de medios destinados al precoz tratamiento sintomático de los enfermos. 

El capitán Billy Thyne nunca consiguió arribar con el “Andrea Gale” al puerto de Gloucester. Nosotros aguardamos impacientes el remedio que despeje los fatídicos negros nubarrones esparcidos por el Ébola en la singladura del ser humano sobre este maravilloso planeta.

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