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25 julio 2014

UN ARMA LLAMADA DOLOR



Sostiene Aloysius que nacemos preparados para el dolor. En el desarrollo de nuestro sistema neurológico se sintetizan sustancias (hormonas y neurotransmisores) y estructuras (neuronas y receptores celulares) sin los cuales sería imposible vivir (o padecer) esa experiencia sensorial y emocional desagradable asociada a una lesión real o potencial.

Empleando un reduccionismo quizás simplista, podíamos aventurar que la evolución humana surge pareja a la capacidad de infringir dolor a nuestros semejantes. El que promueve el dolor domina, pero el que lo amansa también. Sin embargo, los depredadores mata a sus víctimas para poder alimentarse y sobrevivir, así es la cadena de la vida, pero procura hacerlo de manera rápida, provocando el menor sufrimiento posible. Su instinto le lleva a atacar preferentemente las zonas vitales de su presa. De esta manera, la extinción acude presta y ligera. No existe el ensañamiento con los más débiles. La rendición del adversario es aceptada y la vida del derrotado suele ser respetada. El motor de la acción nunca se alimenta de la mera crueldad. 

Algunas de estas cuestiones han sido abordadas por diferentes investigaciones científicas. En 2009, la filósofa y teóloga Jessica Pierce junto al biólogo Marc Bekoff escribieron al alimón “Justicia salvaje. La vida moral de los animales”, un texto muy recomendable para todos aquellos interesados en conocer cómo los animales pueden demostrar compasión y empatía.

Traigo a colación estas reflexiones sobre el dolor en unas jornadas especialmente tristes, cubiertas por la sombra del recuerdo del aciago accidente ferroviario que hace un año provocó tanto daño en nuestra ciudad y en nuestro entorno más cercano. Pero también al ser testigo de las masacres cotidianas en territorios tan lejanos pero tan próximos a la vez como Siria, Irak, Sudán del Sur, Ucrania, Israel y Palestina. 

En este último conflicto, de tan desiguales resultados, confluyen el terror y el dolor empleados como armas letales por tantas mentes radicales incapaces del más mínimo consenso. En la franja de Gaza no entran agua, alimentos ni medicamentos. Pero las baterías de cohetes siempre están dispuestas para vomitar su carga contra personas, propiedades e intereses del otro bando; en la parte contraria, con un despliegue totalmente desproporcionado, en aplicación desorbitada de la terrible venganza del ojo por ojo y el diente por diente, los que manejan el cotarro no se conforman con herir al contrario, sino que se empeñan en la desaparición de personas y casas. Ni siquiera el dolor infantil consigue la piedad de propios y extraños. 

Mientras tanto, seguimos empeñados en llamarnos humanos y en considerar animales a todos los otros seres condenados a compartir con nosotros este bendito planeta.

El dolor provoca miedo, y el miedo dolor. Lo saben bien los verdugos y los torturadores. Pero también los médicos. Un prójimo atrapado por un intenso dolor es capar de pagar cualquier precio por unos instantes de alivio. Mientras media humanidad intenta averiguar las formas más refinadas y sádicas para lastimar y amedrentar a sus semejantes, otros se esfuerzan en sofocar un incendio que no se extingue.

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