Sostiene Aloysius que nacemos
preparados para el dolor. En el desarrollo de nuestro sistema neurológico se
sintetizan sustancias (hormonas y neurotransmisores) y estructuras (neuronas y
receptores celulares) sin los cuales sería imposible vivir (o padecer) esa
experiencia sensorial y emocional desagradable asociada a una lesión real o
potencial.
Empleando un reduccionismo quizás simplista,
podíamos aventurar que la evolución humana surge pareja a la capacidad de
infringir dolor a nuestros semejantes. El que promueve el dolor domina, pero el
que lo amansa también. Sin embargo, los depredadores mata a sus víctimas para
poder alimentarse y sobrevivir, así es la cadena de la vida, pero procura
hacerlo de manera rápida, provocando el menor sufrimiento posible. Su instinto
le lleva a atacar preferentemente las zonas vitales de su presa. De esta
manera, la extinción acude presta y ligera. No existe el ensañamiento con los más
débiles. La rendición del adversario es aceptada y la vida del derrotado suele
ser respetada. El motor de la acción nunca se alimenta de la mera crueldad.
Algunas de estas cuestiones han sido abordadas por diferentes investigaciones
científicas. En 2009, la filósofa y teóloga Jessica Pierce junto al biólogo
Marc Bekoff escribieron al alimón “Justicia salvaje. La vida moral de los
animales”, un texto muy recomendable para todos aquellos interesados en conocer
cómo los animales pueden demostrar compasión y empatía.
Traigo a colación estas
reflexiones sobre el dolor en unas jornadas especialmente tristes, cubiertas
por la sombra del recuerdo del aciago accidente ferroviario que hace un año
provocó tanto daño en nuestra ciudad y en nuestro entorno más cercano. Pero
también al ser testigo de las masacres cotidianas en territorios tan lejanos
pero tan próximos a la vez como Siria, Irak, Sudán del Sur, Ucrania, Israel y
Palestina.
En este último conflicto, de tan desiguales resultados, confluyen el
terror y el dolor empleados como armas letales por tantas mentes radicales
incapaces del más mínimo consenso. En la franja de Gaza no entran agua,
alimentos ni medicamentos. Pero las baterías de cohetes siempre están
dispuestas para vomitar su carga contra personas, propiedades e intereses del
otro bando; en la parte contraria, con un despliegue totalmente
desproporcionado, en aplicación desorbitada de la terrible venganza del ojo por
ojo y el diente por diente, los que manejan el cotarro no se conforman con
herir al contrario, sino que se empeñan en la desaparición de personas y casas.
Ni siquiera el dolor infantil consigue la piedad de propios y extraños.
Mientras tanto, seguimos empeñados en llamarnos humanos y en considerar animales
a todos los otros seres condenados a compartir con nosotros este bendito
planeta.
El dolor provoca miedo, y el
miedo dolor. Lo saben bien los verdugos y los torturadores. Pero también los médicos.
Un prójimo atrapado por un intenso dolor es capar de pagar cualquier precio por
unos instantes de alivio. Mientras media humanidad intenta averiguar las formas
más refinadas y sádicas para lastimar y amedrentar a sus semejantes, otros se
esfuerzan en sofocar un incendio que no se extingue.
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