Por fin ha llegado el otoño, convocando
la lluvia sobre nuestros cristales. A partir de ahora, como la meteorología no
va a ayudarnos demasiado, me temo que el contumaz Aloysius se dejará caer con
mayor frecuencia por mi humilde morada. La otra tarde, sin ir más lejos, apareció
con un curioso folleto de una empresa dedicada a la criogenización, encargada
de exponer a personas o animales a condiciones de un frío tan intenso que
permitan preservar su cuerpo para reanimarlo en un futuro.
Sensu stricto, estaríamos hablando de una especie de resurrección,
pero en tiempos más propicios. Inicialmente, estas técnicas fueron proyectadas
para criopreservar a determinadas personas, generalmente multimillonarias y
desahuciadas por la medicina actual, a la espera de que los avances de la
ciencia permitieran obtener un tratamiento eficaz para sus enfermedades
incurables. Ciertamente, estaríamos ante un proceso de selección artificial de
algunos que, no resignándose al final de sus días, buscaran en el futuro la inmortalidad.
Desde el punto de vista científico,
este tema me resulta fascinante. En realidad, estos procedimientos se están
realizando ya para preservar óvulos y embriones. Representan un paso de gigante
en el desarrollo de las técnicas de reproducción asistida. El polifacético Carl
Djerassi, más conocido como el padre de la píldora anticonceptiva, ha
vaticinado para la primera mitad del siglo XXI un mundo más preocupado en
mejorar sus tasas de fertilidad que en inhibirlas. Hace muy pocos días, la
mecha de la controversia se encendía una vez más cuando Apple y Facebook propusieron
a sus trabajadoras retrasar la maternidad haciéndose cargo las empresas de la costosa
vitrificación de ovocitos, un proceso de criopreservación que impide la formación
de cristales de hielo que puedan dañar tan valiosas células germinales
femeninas.
Independientemente de cuestiones
éticas y morales, que a buen seguro cambiarán a medida que ciencia y sociedad avancen,
el deterioro molecular provocado por las bajísimas temperaturas y la falta del oxígeno
necesario para los tejidos, representan en la actualidad serios hándicaps para
la criogenización de órganos de mayor complejidad e incluso de prójimos
enteros. Pero, en realidad, ¿quién sería criogenizado, un individuo moribundo
pero todavía vivo o un verdadero cadáver? ¿quedaríamos a la espera de un futuro
tratamiento eficaz para curar a un enfermo o en realidad, utilizaríamos esta
hipotética habilidad para resucitar a los muertos?
El anhelo de inmortalidad ha
acompañado a los seres humanos desde el mismo momento en que fuimos conscientes
de nuestra propia caducidad como seres vivos. Por el momento, los que saben
mucho de estas cuestiones se decantan más por conseguir una longevidad
saludable, hecho que no parece tan lejano, más que por resucitarnos en un mundo
y tiempo venideros para los que todavía no estamos preparados, ni siquiera
regresando medio congelados del silencioso mundo de los muertos.
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