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11 diciembre 2015

HISTORIAS MÉDICAS


La otra tarde debatía con mi muy quisquilloso Aloysius sobre la siguiente cuestión: si para analizar y entender la realidad empleamos cada día el método científico como único procedimiento racional, ¿por qué buscamos entonces en otras ocasiones formas no racionales para lo mismo? 

Pongamos un sencillo ejemplo. Cuando utilizamos en nuestros hogares un electrodoméstico básico, como una cafetera, un aspirador o una televisión sabemos que una vez conectado el cable a la red eléctrica mediante un enchufe, al pulsar el interruptor de inicio, salvo caso de avería, la máquina se pondrá en marcha y realizará el cometido para el que fue fabricada. Para que ese sencillo aparato haya llegado a nuestras manos, a lo largo de décadas varias decenas de personas han aplicado la sistemática metodológica científica hasta conseguir la excelencia tecnológica necesaria. La práctica diaria suele demostrarnos que la ciencia funciona, para cocinar nuestros alimentos y también para el tratamiento de nuestras enfermedades.

Pero no siempre ha ocurrido así, ni siquiera a la hora de sumergirnos en las procelosas aguas de la Historia de la Medicina. Existe un periodo que nos llama especialmente la atención, iniciado durante la segunda mitad del siglo XIX. Existe una película, “Dr. Ehrlich´s magic bullets” (William Dieterle, 1940), cuyo título nunca ha sido traducido a nuestro idioma excepto en Venezuela (“La bala mágica”), donde se realiza un amplio repaso de lo que supuso para la humanidad el descubrimiento de la teoría infecciosa de las enfermedades y sus tratamientos, gracias a los descubrimientos de Louis Pasteur, Robert Koch, Emil Von Behring, Emil Roux y Paul Ehrlich, entre tantos otros.

Pero, una vez demostrada esta teoría, hubo quienes encaminándose por la misma senda se extraviaron para nunca alcanzar la meta. Porque despreciaron esa valiosa brújula que se llama método científico. 

El Doctor Bernard Holmes fue uno de ellos. Comenzó a interesarse por la psiquiatría cuando su propio hijo Ralph desarrolló un cuadro de dementia praecox, patología hoy en día conocida como esquizofrenia. En 1916 creyó haber descubierto la causa de la enfermedad, afirmando que una obstrucción intestinal producía una determinada proliferación bacteriana que diseminaba por el organismo del paciente una toxina responsable de la dolencia. Ni corto ni perezoso, aplicó al desdichado muchacho un tratamiento quirúrgico basado en  lavados e irrigaciones intestinales realizadas a través de un orificio practicado en su apéndice intestinal. Y a pesar de que Ralph falleció 4 días después, su padre continuó porfiando en la defensa de su teoría. Ocultó a la ciencia el deceso de su hijo. Entre 1916 y 1919, intervino bajo el mismo procedimiento a otros 22 pacientes, siendo el causante de 2 fallecimientos adicionales. Por supuesto, ninguno de los supervivientes fue aliviado de su enfermedad mental. Su nefasto ejemplo fue seguido por el Doctor Henry Cotton del cual, si nos dejan, hablaremos otro día.



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