La otra tarde debatía
con mi muy quisquilloso Aloysius sobre la siguiente cuestión: si para analizar y
entender la realidad empleamos cada día el método científico como único
procedimiento racional, ¿por qué buscamos entonces en otras ocasiones formas no
racionales para lo mismo?
Pongamos un sencillo ejemplo. Cuando utilizamos en
nuestros hogares un electrodoméstico básico, como una cafetera, un aspirador o
una televisión sabemos que una vez conectado el cable a la red eléctrica
mediante un enchufe, al pulsar el interruptor de inicio, salvo caso de avería,
la máquina se pondrá en marcha y realizará el cometido para el que fue
fabricada. Para que ese sencillo aparato haya llegado a nuestras manos, a lo
largo de décadas varias decenas de personas han aplicado la sistemática
metodológica científica hasta conseguir la excelencia tecnológica necesaria. La
práctica diaria suele demostrarnos que la ciencia funciona, para cocinar
nuestros alimentos y también para el tratamiento de nuestras enfermedades.
Pero no siempre ha
ocurrido así, ni siquiera a la hora de sumergirnos en las procelosas aguas de
la Historia de la Medicina. Existe un periodo que nos llama especialmente la
atención, iniciado durante la segunda mitad del siglo XIX. Existe una película,
“Dr. Ehrlich´s magic bullets”
(William Dieterle, 1940), cuyo título nunca ha sido traducido a nuestro idioma
excepto en Venezuela (“La bala mágica”), donde se realiza un amplio repaso de
lo que supuso para la humanidad el descubrimiento de la teoría infecciosa de las
enfermedades y sus tratamientos, gracias a los descubrimientos de Louis
Pasteur, Robert Koch, Emil Von Behring, Emil Roux y Paul Ehrlich, entre tantos
otros.
Pero, una vez demostrada
esta teoría, hubo quienes encaminándose por la misma senda se extraviaron para
nunca alcanzar la meta. Porque despreciaron esa valiosa brújula que se llama
método científico.
El Doctor Bernard Holmes fue uno de ellos. Comenzó a
interesarse por la psiquiatría cuando su propio hijo Ralph desarrolló un cuadro
de dementia praecox, patología hoy en
día conocida como esquizofrenia. En 1916 creyó haber descubierto la causa de la
enfermedad, afirmando que una obstrucción intestinal producía una determinada
proliferación bacteriana que diseminaba por el organismo del paciente una
toxina responsable de la dolencia. Ni corto ni perezoso, aplicó al desdichado
muchacho un tratamiento quirúrgico basado en
lavados e irrigaciones intestinales realizadas a través de un orificio
practicado en su apéndice intestinal. Y a pesar de que Ralph falleció 4 días
después, su padre continuó porfiando en la defensa de su teoría. Ocultó a la
ciencia el deceso de su hijo. Entre 1916 y 1919, intervino bajo el mismo
procedimiento a otros 22 pacientes, siendo el causante de 2 fallecimientos adicionales.
Por supuesto, ninguno de los supervivientes fue aliviado de su enfermedad
mental. Su nefasto ejemplo fue seguido por el Doctor Henry Cotton del cual, si
nos dejan, hablaremos otro día.
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