La tragedia de los
refugiados que huyen de la miseria y la muerte desatadas en Oriente Medio no
parece tener fin. Lo advertíamos durante el verano. Con la llegada de las bajas
temperaturas sus condiciones de vida empeorarían sustancialmente, resguardados
del relente por apenas unas frágiles tiendas de campaña, ateridos, explotados,
maltratados, incomprendidos. En algunas capitales europeas ya se han desatado
brotes de racismo y xenofobia. Los refugiados se están convirtiendo en los enemigos
de los menesterosos nacionales. Cuestión de ecología, pura y dura, competencia
de primates humanos por unos recursos ciertamente insuficientes.
El señor Tusk,
presidente del Consejo Europeo, ha pedido a los emigrantes económicos que no
vengan a Europa. Ya lo advertía el Gran Combo de Puerto Rico: no hay cama para
tanta gente. Como si fuera tan fácil discernir entre un refugiado político y
uno económico. Sería temerario que los prójimos abandonaran sus hogares y sus
vidas anteriores por un único y sencillo motivo.
Los que huyen de las masacres de
Siria e Irak lo hacen con lo puesto. Alcanzan las costas griegas esquilmados
por los traficantes de carne humana. ¿Qué diferencia hay entre los pobres de
solemnidad original, como los que desertan de las penurias africanas o afganas
de aquellos otros que saltan por la borda de países que desde hace años navegan
al garete, como Yemen o Libia? No vengan a Europa, por favor. Se lo rogamos
desde nuestra opípara comodidad.
Martin Scorsese, en “Gangs of New York”
retrató magistralmente a unos desalmados que insultaban, amenazaban y agredían
a las hordas de inmigrantes que a mediados del siglo XIX desembarcaban diariamente
en los puertos de la Gran Manzana procedentes de Europa. ¿Se imaginan que entre
1854 y 1859 los irlandeses mayormente procedentes de los condados de Sligo,
Cork o Kerry, acuciados por la gran hambruna originada tras la plaga de la
patata y la avaricia de los terratenientes británicos, haciendo caso a las
advertencias hostiles de los norteamericanos nativos hubieran tomado el rumbo
de regreso a casa? ¿O los millares de suecos que por aquellas mismas fechas se
marcharon hacia el Nuevo Mundo escabulléndose de la represión religiosa y las
malas cosechas? ¿Y qué decir de los judíos alemanes, rusos y polacos que
partieron en masa desde CentroEuropa hacia los Estados Unidos por motivos
raciales y económicos? ¿Y los sicilianos y napolitanos, abuelos y padres de los
actuales italoamericanos?
La Península Ibérica, por unas u otras razones, ha
sido territorio de emigración. Portugueses, gallegos, andaluces, extremeños,
vascos, castellanos y catalanes, partieron en navíos (y también en aviones,
trenes y otros medios de transporte) hacia las pujantes naciones americanas y
europeas en la procura de una existencia mejor para ellos y para sus familias.
¿Quién era mejor o peor, el que dejaba atrás la casa paterna escapando de la
represión política o aquel otro que emprendía la incierta aventura de la
emigración con los bolsillos vacíos? ¿Fueron todos acogidos con mayor o menor
hospitalidad o los recibieron con pancartas pidiéndoles que no fueran a Europa
o a América?
No hay comentarios:
Publicar un comentario