A las 2 de la tarde, con una temperatura en el interior del almacén de frutas de 6 grados centígrados, una Pholcus phalangioides que pende del techo me hace señas con una de sus 8 patas. Cuesta orinar con tanto frío y pienso en Azarías aliviándose en los gélidos campos de Extremadura y en las cremas de urea, que son muy buenas para las grietas de las manos - "Me las meo para que no me se corten" - decía aquel cretino mientras se la sacudía. Cuando volví a mirar a la araña, había desaparecido.
"Casa tomada", escribió Cortázar. Tengo mi casa tomada por las hormigas; es como si hubieran presentido mi marcha y acuden todas en procesión para despedirse. La otra noche una valiente descendió por mi brazo provocándome un cosquilleo - un hormigueo, que diría el experto. Al amanecer busqué el insecticida; sólo tenía matamoscas. Cuando abrió la droguería compré el más potente hormiguicida. Al regresar a mi habitación las hormigas habían desaparecido.
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