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07 junio 2007

ABUELAS, YAYAS...


En el jardín del tanatorio, una empleada uniformada adecentaba los arbolitos del aparcamiento. Es demasiado temprano y los visitantes todavía no han llegado. Las salas de espera se encuentran solitarias, completamente silenciosas, apacibles. Melancólico y abatido, recordando la reciente pérdida de mi propia abuela, me detuve ante el féretro de la señora Basilisa. Encima de la caja, alguien anónimo había depositado un centro con flores blancas y una cita con letras doradas. De tu nieto. Pensé: otro que se ha quedado doblemente huérfano.

En mi generación, muchos fuimos criados por nuestras abuelas, inmensas madres redobladas, encargadas de nuestro crecimiento corporal y moral. Por ello, me incordian los que vienen a darte el pésame y de sopetón te sueltan – “pobrecita, tan mayor…, es que eran 95 años, ya había vivido lo suyo” – y a ti te dan ganas de decirles – “y ojalá tuviera 500 ó 1000 más, y siguiera consintiéndome como siempre, y hubiera vivido lo tuyo, lo mío y lo de una multitud, pues su vida la dedicó enteramente al cuidado de su familia, sin quejarse ni una sola vez, y no merecía ni la enfermedad, ni el sufrimiento, ni la muerte” – pero te cortas, bajas la cabeza y entre dientes se te escapa un falso – “sí, claro…es ley de vida”.

Y mientras nadie llega, porque no se madruga para ir a los tanatorios, pienso en todo el tiempo pasado y en la velocidad con la que corren los relojes cuando uno es feliz, y recuerdo cómo se alegraba la señora Basilisa cuando íbamos a su casa de visita, en O Porto o en Punxín, tan enjuta y frágil, vestida de negro, de luto perpetuo que ella guardaba escrupulosamente por la desgraciada muerte de un hijo en la infancia – “pero que gordo y guapo que estás” – y ella te engordaba aún más porque su mirada era benéfica, e inmediatamente se empeñaba en que tomaras algo – “no me lo irás a despreciar” – y comenzaba a contarte historias de la emigración en París, y te la imaginabas muy delgada y con ropas oscuras, moviéndose con diligencia por el Boulevard de Saint Germain, Rive Gauche, como una sombra esquiva, siempre a la procura de lo mejor para los suyos, la grandísima grande-mère, trabajando a todas horas, no sé de dónde podía sacar tantas fuerzas de aquellas carnes magras y de aquel esqueleto arquitectónico.

Están presentes. Vidas paralelas, mi abuela y la señora Basilisa, ora pro nobis, planchándonos la ropa y preparándonos la merienda, tantas y tantas otras yayas que perviven en nuestro recuerdo. Y mientras llegan los primeros visitantes al tanatorio, y se acercan a la mampara que separa a la difunta del resto de la sala, comentando lo bonitas que son las flores y lo grandes y hermosas que parecen las coronas, me acuerdo de aquella tarde lluviosa en la viguesa calle de Príncipe, los viandantes corriendo a refugiarse del súbito aguacero en los portales, y un muchacho caminado con dificultad, apoyado en dos muletas, y su abuela sujetándole el paraguas – para que no se me moje el nieto accidentado, no se me vaya a enfermar más el pobrecito – con la gabardina y las canas del cabello empapadas de una lluvia pertinaz que a ella es imposible que la cale ni le haga daño.

Casualidades de la vida, me encuentro de nuevo con un libro de Ungaretti, esta vez no “El dolor” sino “La Alegría”, y lo abro al azar y leo: “con el mar, me he hecho un ataud de frescura”.

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