Si mal no recuerdo, el 28 de abril de 2009 en España fue comunicado oficialmente el primer caso de un paciente infectado por el virus H1N1. Se trataba de un muchacho de Almansa recién llegado de un viaje a Méjico. En aquellos días la enfermedad fue bautizada con el cacofónico apelativo de gripe porcina; y así, legiones de marranitos pagaron con su vida semejante error semántico. Una verdadera hecatombe, una auténtica masacre gorrina. Una lástima. Gracias a Dios, la cordura prevaleció e incluso permitió la salvación de os porquiños rifados este verano en las Festas de Miamán, en Baños de Molgas. Aquella apocalíptica enfermedad hoy en día se ha convertido en la popular Gripe A.
Hasta el día que escribo estas notas han transcurrido exactamente 112 días. Esta mañana en mi consulta he atendido a una chica de 15 años que había regresado de Londres apenas con 48 horas de antelación. En la capital británica sufrió los primeros síntomas: fiebre, escalofríos, tos, cefalea, náuseas, congestión nasal y mialgias generalizadas... que ella trató de neutralizar tomando paracetamol.
La chiquilla presentaba una temperatura de 38ºC y su cuadro clínico había mejorado, excepto por la persistencia de la fiebre y de una cierta disnea de esfuerzo. La derivamos al Servicio de Urgencias del Complexo Hospitalario de Ourense (CHOU), donde se tomaron las muestras biológicas que pudieran confirmar la etiología vírica de su afectación. La radiografía de tórax, afortunadamente, resultó negativa, con ausencia de signos sospechosos de una infiltración neumónica. Se le recomendó aislamiento en su domicilio durante una semana, tratando su sintomatología con el socorrido paracetamol. Y desde entonces allí permanece en observación.
Contando por lo bajo, calculo que desde su regreso de Londres, incluyendo los presentes en la consulta (una estudiante de prácticas de Medicina y un servidor), esta joven tranquilamente pudiera haber contagiado a una docena larga de personas. Cuando le entregué una mascarilla de papel para que se protegiera la boca y la nariz (me temo que barbijo y barbuquejo van a ser a partir de ahora palabras muy de moda) se derumbó y rompió a llorar, desconsolada. Su única preocupación era que la vieran de esa manera el menor número de personas. Entonces, sentí por ella una solidaria compasión. Sin haberlo pretendido, de repente la habíamos estigmatizado marcándola como una apestada, y en cierto modo, alguien del que los prójimos deberían guardarse.
Espero que se mejore pronto. Por delante le esperan unas cortas vacaciones a puerta cerrada en ese mejor hotel del mundo que es su propio hogar. Tampoco es para tanto. Ahora ya no es como en mi época, cuando pasábamos la cuarentena en cama a base de Mirinda® acompañados de dos o tres sufridos Madelman®. Menos mal que disponemos de ordenadores portátiles conectados a Internet y muchos, muchos canales de televisión. Que te sea leve, querida.
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