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22 enero 2011

TREN DE LARGO RECORRIDO


Mientras aguardo la llegada del tren, me entretengo en observar cómo avanzan las agujas del reloj de la estación, cuán lento transcurre un minuto y que rápida discurre la vida.

Ourense Empalme. Un ramillete de vías férreas que quiebra la ciudad dormida, ese nudo de comunicaciones que ata y desata los caminos de hierro, donde los trenes se desenganchan, cambian de vía y vuelven a engancharse otra vez, hacia Poniente o hacia el Sur, qué más da, donde se suman y restan los vagones, se multiplican las maletas repletas y se acurrucan los espíritus, hacia el Norte o el Levante, mercancías, regalos, de vuelta a casa, por vacaciones, o quizás para partir definitivamente, en un viaje sin retorno.


Apago la luz de mi departamento y me acuesto en la litera. Intento conciliar el sueño en el interior de una estridente hormigonera. Como no lo consigo, me voy de paseo por los furgones. En la cafetería, los camareros preparan los pedidos. Tren de largo recorrido. Muchos suspiramos por la alta velocidad, Ourense - Madrid en menos de tres horas, pero esa celeridad indefectiblemente llevará consigo la desaparición de los trenes nocturnos. El vagón restaurante es ahora apenas un recuerdo de lo que fue en el pasado, cocina de carbón, con cocinero y pinches que elaboraban suculentas viandas, justo lo contrario de este carrusel de alimentos prefabricados al que hoy nos tienen acostumbrados, plastificados, enlatados, envasados al vacío, bocados que cada día se parecen más a la comida rápida de los aviones. La tierra, para las tortugas y el cielo, para las aves.


En mi adolescencia, crucé España de lado a lado en viejos trenes de largo recorrido que tardaban casi un día en alcanzar su destino. Asientos de escay, ventanas de madera, cristales ahumados por la intemperie, revisores con uniforme dueños de aquellas fascinantes maquinitas de picar los billetes, que en la ida se comían un diminuto triángulo de papel y en la vuelta un pequeño redondel. Los pasajeros más previsores y ahorrativos se llevaban de casa la comida para el viaje. De repente, el tren se colmaba con el aroma de las tortillas y de los bocadillos de chorizo, con el olor de las Farias y de las naranjas recién peladas, con la voz de los vendedores ambulantes que recorrían los vagones anunciando mantecadas de Astorga y rosquillas anisadas, y hasta las botas de vino colgaba algún pasajero del exterior de la ventana, para que el tinto se le mantuviera fresco.


Partíamos de viaje más animosos, dispuestos a soportar lo que el azar nos había deparado para esta ocasión, quién será mi compañero de asiento, una guapa muchacha con el pañuelo empapado en agua de colonia, un caballero regordete y roncador, una madre de familia que a duras penas conseguirá mantener a raya su extensa prole, o aquel inquieto que entraba y salía del compartimento una docena de veces, para echarse un pitillo que le hiciera más llevadero el insomnio y menos cargante el trayecto. Recuerdo que entonces las farmacias no vendían tantos ansiolíticos...


De madrugada, poco antes de salir el sol, en un descuido se me cayó el teléfono portátil entre la litera y la pared. Cuando por fin conseguí recuperarlo, las luces de la ciudad comenzaban a divisarse a lo lejos. Fin de trayecto.

1 comentario:

Francisco Doña dijo...

¿Qué tendrá esta estación (y no me refiero a la del ferrocarril, sino a la del año) que nos pone sentimentales? ¿Será la falta de luz solar? ¿El frío, que nos hace recogernos sobre nosotros mismos? Quizás Aloysius lo sepa...
¡Cuántos recuerdos compartidos! También yo conocí aquellos viejos trenes.
Y también en Cádiz (y provincia) esperamos todavía la Alta Velocidad, que algunos políticos están empezando a llamar "Velocidad Alta"; cosa que me preocupa, porque me parece a mí que aquí no se cumple la regla matemática de que el orden de los factores no altera el producto.
Buen fin de semana, y un afectuoso abrazo.