La revista Nature acaba de
publicar los resultados de un experimento que ponen en solfa una de las tesis
fundamentales de la denominada restricción calórica: limitar la ingesta energética
de la dieta retrasa el envejecimiento. Sostiene Aloysius que se han comunicado evidencias
de este tipo en la literatura científica en primates, ratas, ratones y arañas;
también en la inefable mosca del vinagre (o de la fruta), y en nemátodos,
gusanos redondos alguno de los cuales poseen nombres tan rimbombantes como Caernohabditis elegans.
Aunque millones de años nos
separan de nuestros antecesores, nuestros genes conservan en su memoria algunas
causas de las enfermedades de la opulencia, como por ejemplo la obesidad. Imaginémonos
un pequeño grupo de homínidos nómadas, actualmente ya extintos, que en su
constante deambular se encontraron con un bosque repleto de fruta madura. Su
experiencia les había enseñado a ingerir toda la cantidad de alimento que
pudieran. Poseían genes encargados de conservar tal exceso de calorías en forma
de grasa. Cuando llegaran los períodos de escasez y hambre, esas reservas podrían
movilizarse para obtener energía y así garantizar su supervivencia.
No resulta complicado entender que los individuos mejor dotados genéticamente para dicha función de
almacenamiento tendrían mayores posibilidades de reproducirse, para traspasar aquel
legado a sus descendientes, y para alcanzar edades más avanzadas. El equilibrio
necesario entre el hartazgo y el sobrepeso estaba determinado por la regularidad
del ejercicio físico que desarrollaban por aquellos prójimos en su permanente
vagar.
El problema surge en nuestros días. Los herederos de aquellos genes
ahorradores intentan progresar ahora inmersos en la abundancia alimentaria con
un modus vivendi sedentario. Habíamos
entendido que la genética, la buena alimentación y el ejercicio físico avalaban
la vejez de nuestros antepasados, obviando la mortalidad provocada por las enfermedades
infecciosas y los frecuente traumatismos físicos, accidentales o por las contiendas.
Volviendo al caso que nos ocupa,
el estudio fue diseñado 30 años atrás por el gerontólogo Don Ingram, de la
Universidad Estatal de Louisiana, mientras trabajaba en el Instituto Nacional
del Envejecimiento de Bethesda (Maryland). En 2009, un estudio previo realizado
en Wisconsin en un centro específico de primates concluyó que los macacos
alimentados con una dieta de restricción calórica habían alcanzado edades más
avanzadas que aquellos otros pertenecientes al grupo control.
La comparación
entre ambos estudios ha revelado la importancia de una dieta saludable,
incluyendo ácidos grasos esenciales y antioxidantes, más que la mera restricción
calórica. Además, los macacos del grupo control de Wisconsin pudieron
alimentarse descontroladamente. La polémica está servida. Como la evidencia genética
está ahí, harán falta más investigaciones para ver cómo influye la alimentación
en la longevidad del ser humano. Por cierto, los chimpancés no montan demasiado
follón cuando entre ellos se roban la comida. Los primates humanos sí.