A mediodía, en la Plaza de Santa Ana, un hombre de mediana edad me ofrece 9 pares de calcetines a 10 euros. Son de algodón - intenta convencerme. Las terrazas están copadas por adolescentes. En la mesa de al lado unas jóvenes extranjeras escriben en sus agendas con bolígrafos de tinta morada. El hombre de los calcetines viste una parka nueva y tiene la barba bien arreglada. Por un instante, me recuerda a un psicólogo que trabajaba apartando personas del mal. 9 pares a 10 euros, la voz se va perdiendo en la lejanía buscando mejor clientela. En la terraza del Hotel Me Madrid, los gin tonics están a 15 euros, como en Oslo. Eso sí, llevan incorporada una panorámica del cielo de Madrid que te seduce noche y día.
Dos ancianas han bajado a la plaza con sus pequeños pomeranias. El blanco le ladra a todo el que se acerca. El de miniatura corre veloz detrás de una pelota de goma amarilla. Fugazmente, un muchacho con un gorro de lana como el de los estibadores de "La ley del silencio", lleva por la cadena a un podenco inmaduro que brinca con una agilidad portentosa. Tres pequeños pícaros de tez aceitunada y corte de pelo con flequillo se reparten entre las mesas. Los camareros acuden rápido, para espantarlos. Le birlan a usted la cartera o el teléfono móvil en un abrir y cerrar de ojos - me han advertido, en un abrir y cerrar de manos, como un saludo - pienso yo. Como señuelo, me han mostrado unas hojas falsas recogiendo firmas de vete tú a saber para qué. Pero las pequeñas aves rapaces han de volar a otras ramas, en la procura de mejores incautos.
Las sirenas de emergencias aúllan como animales heridos. En una calle hay un atasco, SEUR contra SAMUR: una entrega urgente contra una recogida más urgente. Deambulando por la Carrera de San Jerónimo mis ojos me engañan con un espejismo: me ha parecido ver a Paco Umbral entrando en Lhardy para tomarse un caldo. El portero del local es un hombre llamado montaña. Gorra de plato y uniforme, corpulento y moreno, me ha mirado en tonos verdes claros como diciéndome: ya está bien de fisgar, coge y anda para tu casa. Clavado en el umbral del portal, apenas me ha dejado ver el final del pasillo y la entrada del restaurante. Ya se sabe, la Catedral de Santiago de Compostela, con sus conspiradores, es al botafumeiro lo que el Lhardy, con los suyos, es al samovar. Matemática pura. Los porteros del Joy Eslava también son fornidos y morenos. A Umbral hace tiempo que han dejado de invitarle a tomarse allí las copas. Y es que ya nada es lo que parece en la capital de este reino de quimeras.
En la Puerta del Sol ha desaparecido el cartel de Tío Pepe. Con sus gracias teatrales, un mimo muy inquieto concentra la atención del personal mientras policías musculosos patrullan en formación, como gladiadores dispuestos a entrar en liza. Proliferan las cámaras de vigilancia en cada esquina y han plantado una comisaría en plena Calle de la Montera. El comercio del sexo ha decaído, como en la Calle de la Ballesta, donde los antiguos puticlubs han mudado a restaurantes y tabernas pijas, a cafés - teatro y tiendas de ropa, incluso han abierto una tienda de máscaras y maquillaje. Señores, ha cerrado el ambigú. Muchas gracias por su visita.
El lumpen es ahora más moderno. Como un comando, en el Pans & Company entra una pareja de rumanos al ataque. Ella trata de esquivar a los empleados en la planta baja, mientras él sube a la de arriba, ágil como aquel podenco joven de la Plaza de Santa Ana. Todo el mundo ha dejado de masticar, mientras los chavales de la franquicia se han puesto en funcionamiento. Con la pareja devuelta al caudal de la Gran Vía, retorna el bullicio y todos sanos y salvos.
En la Plaza de Canalejas está el Café del Príncipe, en donde antaño brillaba en esplendor la Joyería Aleixandre. Ya no están Pepe ni Manolo, por un suponer, y ahora las camareras son todas colombianas. Un grupo de sesentonas, diplomadas en laísmo, añoran tiempos de salas de fiesta y discoteca, donde Pepes y Manolos les pedían de bailar, las baladas de Raphael y de Adamo. Por el timbre de sus voces podrían ser jubiladas de la Telefónica. Una luz ténue y desvaída se descuelga desde las lámparas de cristal y la araña de bronce, brotando de unas bombillas que imitan lamparitas titilantes.
En día del fin del mundo por la tarde ya sabemos que este mundo no se acaba. Son las 12 de la noche en Hong Kong y no ha ocurrido nada. Por lo menos, todavía hoy, todo lo que conocemos no se termina porque continúa mañana. La fábrica de nuestra imaginación seguirá trabajando, si cabe, hasta un nuevo fin del mundo.