Un par de veces al año me cito con mi viejo amigo Cirrus, físico de formación y profesión que vive en la capital de Galicia. Hablamos durante horas sobre la nanotecnología y la computación cuántica, sobre el grafeno y los ascensores espaciales, sobre otros fantásticos materiales y energías inagotables a punto de ser descubiertos, pero también sobre la inmortalidad, la reparación de los telómeros y la ilusión de vivir en otros planetas de nuestro sistema solar...
Lector incansable, crítico personaje inquieto, mientras paseábamos por las calles de Auriavella, me aseguró que el primer ourensano que viviría 1000 años había nacido ya.
Y añadió:
- Por supuesto, si los humanos evitamos nuestra autodestrucción durante este siglo XXI...
Entonces, como un ave del paraíso, se posó en las ramas de mi memoria este breve relato de Bernard Pechberty:
"Esta vez todo había terminado. Los hombres no realizaban ya ningún
trabajo, las máquinas los sustituían por completo. Vivían retirados en sus
refugios antirradioactivos y lentamente iban paralizándose, sin fuerzas
siquiera para procrear. Pero esto no les importaba, puesto que los robots les
proveían de todo lo que podían necesitar. Así, los últimos hombres terminaron
muy pronto por atrofiarse completamente. Entonces los autómatas los eliminaron
tranquilamente. Después de tantos siglos desde que el hombre los creara
esperaban con ansia este momento. Después, pensaron que al fin podrían
descansar. Pero muy pronto se dieron cuenta de que para ello necesitaban
servidores. Así, inventaron a los hombres..."
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