Encabezamos de esta
manera unas breves reflexiones motivadas por la conjunción de tres hechos que a
priori poco tienen en común. El primero se refiere a “Superinteligencia: caminos, peligros y estrategias” (2014), un
libro de Nick Bostrom, el joven filósofo sueco de la Universidad de Oxford
(Reino Unido), experto en ética del perfeccionamiento humano y en los peligros
de la superinteligencia, entidad artificial y tremendamente superior a la de
los humanos más geniales. Por cierto, podríamos traducir libremente el lema de
la prestigiosa universidad británica como “El
Señor es mi luz”. Veamos pues, con el devenir de los tiempos, quién se
convertirá realmente en el faro de la humanidad.
En líneas generales, respecto
al desarrollo que tendrán máquinas, robots y ordenadores, Bostrom nos alerta de
los peligros que podrán representar para el hombre sus propias creaciones. Para
este filósofo, somos niños jugando con bombas. Tengo un ejemplar de su libro
que de vez en cuando voy atacando, con cierto desasosiego.
La segunda coyuntura
deriva de un artículo firmado por el escritor Jordi Soler titulado “El imperio
del placer”; opina este autor que ya hemos rebasado la etapa de la evolución
natural de Darwin para adentrarnos en los vericuetos de la evolución artificial
y el transhumanismo, una transformación de la propia especie humana propiciada
por la ingeniería genética, la farmacología, la estimulación neurosensorial y
la nanotecnología molecular, a la que nos referíamos brevemente el otro día
desde este mismo rincón de La Región.
La selección natural (tediosa, lenta,
imperfecta), ha dado paso a la selección técnica (más diligente y veloz), un
innovador mecanismo de la evolución del comportamiento humano, tal y como el
antropólogo Eudald Carbonell nos prevenía en su libro “El nacimiento de una nueva conciencia”. En mi modesta biblioteca,
uno de estos ejemplares ocupa una estantería vecina al libro de Bostrom. Uno de
los mayores entusiastas del transhumanismo es el filósofo británico David
Pearce. Encuadrado en la ética utilitarista, Pearce es un fiel devoto de los
avances en ingeniería genética y nanotecnología, capaces de abolir las
experiencias desagradables y el sufrimiento, no sólo en los primates humanos,
sino en cualquier ser capaz de sentir. El ejército de críticos de las ideas de
Pearce prospera cada día. Para nada comparten su proyecto de humanidad futura.
Y así llegamos al tercer suceso que anunciábamos al principio. La otra tarde,
los planteamientos de lo que a mi juicio será la medicina en el siglo XXI
desataron una amable contrariedad en mis maestros y colegas del Servicio de
Obstetricia y Ginecología del antiguo Hospital General de Galicia. Y me di
cuenta del tremendo valor y la humanidad de aquellos médicos dueños de una
formación clínica excepcional, para los que las máquinas diagnósticas
significaban solamente una ayuda, pero al fin y al cabo los últimos
supervivientes de una preciosa manera de entender la praxis médica que, por
suerte o por desgracia, nuestros descendientes pronto estudiarán en los
tratados de Historia de la Medicina.
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