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04 marzo 2018

TRANSHUMANISMO



Encabezamos de esta manera unas breves reflexiones motivadas por la conjunción de tres hechos que a priori poco tienen en común. El primero se refiere a “Superinteligencia: caminos, peligros y estrategias” (2014), un libro de Nick Bostrom, el joven filósofo sueco de la Universidad de Oxford (Reino Unido), experto en ética del perfeccionamiento humano y en los peligros de la superinteligencia, entidad artificial y tremendamente superior a la de los humanos más geniales. Por cierto, podríamos traducir libremente el lema de la prestigiosa universidad británica como “El Señor es mi luz”. Veamos pues, con el devenir de los tiempos, quién se convertirá realmente en el faro de la humanidad. 

En líneas generales, respecto al desarrollo que tendrán máquinas, robots y ordenadores, Bostrom nos alerta de los peligros que podrán representar para el hombre sus propias creaciones. Para este filósofo, somos niños jugando con bombas. Tengo un ejemplar de su libro que de vez en cuando voy atacando, con cierto desasosiego. 

La segunda coyuntura deriva de un artículo firmado por el escritor Jordi Soler titulado “El imperio del placer”; opina este autor que ya hemos rebasado la etapa de la evolución natural de Darwin para adentrarnos en los vericuetos de la evolución artificial y el transhumanismo, una transformación de la propia especie humana propiciada por la ingeniería genética, la farmacología, la estimulación neurosensorial y la nanotecnología molecular, a la que nos referíamos brevemente el otro día desde este mismo rincón de La Región. 

La selección natural (tediosa, lenta, imperfecta), ha dado paso a la selección técnica (más diligente y veloz), un innovador mecanismo de la evolución del comportamiento humano, tal y como el antropólogo Eudald Carbonell nos prevenía en su libro “El nacimiento de una nueva conciencia”. En mi modesta biblioteca, uno de estos ejemplares ocupa una estantería vecina al libro de Bostrom. Uno de los mayores entusiastas del transhumanismo es el filósofo británico David Pearce. Encuadrado en la ética utilitarista, Pearce es un fiel devoto de los avances en ingeniería genética y nanotecnología, capaces de abolir las experiencias desagradables y el sufrimiento, no sólo en los primates humanos, sino en cualquier ser capaz de sentir. El ejército de críticos de las ideas de Pearce prospera cada día. Para nada comparten su proyecto de humanidad futura. 

Y así llegamos al tercer suceso que anunciábamos al principio. La otra tarde, los planteamientos de lo que a mi juicio será la medicina en el siglo XXI desataron una amable contrariedad en mis maestros y colegas del Servicio de Obstetricia y Ginecología del antiguo Hospital General de Galicia. Y me di cuenta del tremendo valor y la humanidad de aquellos médicos dueños de una formación clínica excepcional, para los que las máquinas diagnósticas significaban solamente una ayuda, pero al fin y al cabo los últimos supervivientes de una preciosa manera de entender la praxis médica que, por suerte o por desgracia, nuestros descendientes pronto estudiarán en los tratados de Historia de la Medicina.

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