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10 julio 2006

CARA Y CRUZ





Vivimos una existencia llena de posibilidades. Repleta de probabilidades. Al igual que los sondeos electorales, la salud y la enfermedad se encuentran sometidas a las imperturbables leyes de la estadística. Un ejemplo escogido al azar entre las noticias médicas más recientes: el consumo de hachís eleva hasta en un 30% la probabilidad de padecer esquizofrenia. Otro similar: entre un 50 – 60% de las mujeres que han heredado de sus antepasados las mutaciones denominadas genes BRCA1 y BRCA2 desarrollarán un cáncer de mama antes de cumplir los 70 años.

Los modernos pacientes, ahora oficialmente llamados usuarios, exigen que los facultativos les demos porcentajes de curación. Hacen bien. Están en su derecho. Para ello vivimos inmersos en el mundo de los derechos. El papel del médico actual se parecerá cada vez más al del gestor de la salud (y de la enfermedad) de sus usuarios. Nosotros asesoramos y los ciudadanos y ciudadanas deciden. Incluso pueden rechazar las medidas terapéuticas propuestas. Pero seguramente que nuestra existencia será perfecta cuando también asumamos plenamente nuestras obligaciones. La más incómoda de todas: responsabilizarnos de nuestro propio cuidado (los que puedan) y conocer nuestras limitaciones como seres humanos; sólo así entenderemos la salud y la enfermedad como las dos caras de la misma moneda, como dos partes de un todo.

El papel del médico en la sociedad contemporánea cambia vertiginosamente. Y más que cambiará a medida de los avances técnicos nos obliguen a realizar una práctica médica que poco o nada se parece a lo que nos enseñaron (y todavía enseñan) en las facultades de Medicina. Tampoco nos servirá demasiado de ayuda la experiencia profesional, pues con mayor frecuencia nos enfrentaremos a situaciones ante las cuales ésta será inexistente. Bienvenidos pues al mundo de la intuición. A la par que cambia la medicina lo harán también la filosofía y la antropología, incluso la religión grosso modo.


La ficción, como es habitual, ha rebasado por la izquierda a la realidad. ¿Se acuerdan ustedes del ingenuo Dr. Fleichsman, protagonista de la serie “Doctor en Alaska”?. Todos los días tenía que atender a los pacientes más variopintos de un remoto y gélido poblado perdido en el tiempo, contando con la única ayuda de una enfermera, una peculiar auxiliar administrativa nativa y unos medios materiales ciertamente limitados. Un chamán más que un médico. Mi amigo socarrón me pregunta: ¿y cuántos compañeros tuyos han tenido que ejercer en la Galicia rural de la misma manera que el Dr. Fleischman lo hacía en el pueblo de Cicely?.

En la cruz de la moneda nos encontramos al Dr. Gregory House: misántropo, impío, faltón, mordaz y sagaz a partes iguales, se pasa el día huyendo de los pacientes y mortificando a sus compañeros de trabajo, mientras cojea apoyado en su muleta consumiendo analgésicos según le aprieta un dolor crónico poco soportable. Nunca lleva bata blanca, para diferenciarse de los demás médicos. Experto en el diagnóstico de difíciles patologías mediante sofisticados medios técnicos, encarna a la perfección al profesional hipercualificado que sólo ve enfermedades donde en realidad hay enfermos. Me asombra el Dr. House, pero me pregunto, ¿qué haría él solito en una destartalada consulta perdida en el medio de Alaska (o de Galicia)?. ¿Qué haría yo?.

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