De manera general, en medicina hablamos de un síndrome cuando queremos referirnos al conjunto de síntomas que caracterizan a una enfermedad; por ejemplo: estás sufriendo un síndrome gripal (fiebre, dolores musculares, estornudos, tos...). Pero los diccionarios también definen esta palabra como un conjunto de fenómenos que caracterizan una situación indeterminada. Clarísimo ¿no? Aquí engloban situaciones muy especiales como el síndrome de Estocolmo o el síndrome de Stendhal. Cuentan que en el año 1973, ante el frustrado asalto a una entidad bancaria en la capital sueca, los ladrones se hicieron fuertes secuestrando a los empleados durante varios días. Tras tan particular experiencia, los apresados desarrollaron muestras de afecto y solidaridad con sus captores. Una situación semejante sólo podría darse en los avanzados países nórdicos de los 70. ¿Se imaginan ustedes al conde Ugolino de Pisa haciendo pandilla con los verdugos que lo emparedaron vivo junto a sus hijos y a sus nietos varones, allá por los tiempos en que la Edad Media se convertía en el Renacimiento?. El síndrome de Estocolmo ha vuelto a la palestra de la actualidad gracias a la historia de Natascha Kampusch, cautiva durante 10 años en una casa de las afueras de Viena. Su caso me ha recordado a la ficción vivida por Miranda (Samantha Eggar), la muchacha secuestrada por el inquietante Terence Stamp en la película “El coleccionista” (Billy Wilder 1965). Miranda era una joven estudiante de arte; en su desesperación, intentó seducir a su secuestrador para huir. Como Victoria Abril a Antonio Banderas en “Átame” (Pedro Almodóvar 1989). Precisamente acaba de llegar Aloysius a la ciudad procedente de un viaje de estudios artísticos. Nada más y nada menos que de la encandilante Florencia. Allí oyó hablar del síndrome de Stendhal, extraño trastorno que afectó en el pasado a este autor literario cuando visitaba la Iglesia de la Santa Croce, en la capital de la Toscana. Fue tan angustiante la vertiginosa sobredosis de belleza que se le colapsó el pulso y los ojos se le quedaron en blanco. Sufrió una aparatosa pérdida de conciencia. A pesar de existencia de un departamento especializado en el estudio de este síndrome dentro del Hospital de Santa María Novella, sostiene mi displicente amigo que el síndrome de Stendhal en realidad no existe. A su juicio se trata más bien de una intoxicación visual típica de aquellos turistas que quieren comprimir la visita a Florencia en un día, empachándose de paisajes, puentes, fachadas, cúpulas, claustros, corredores, frescos, estatuas, tallas, tapices, joyas, porcelanas y pinturas, unos detrás de otros, sin respiro ni tregua, incapaces apenas de digerir tamaña hermosura. Al igual que ocurre con el dolor, la experiencia de este síndrome es muy subjetiva. Aloysius ha hecho un compendio de todas estas vivencias en tres grandes grupos. El primero, los Stendhal típicos (el que mucho abarca poco aprieta). Visitan Florencia a toda pastilla, al más puro estilo japonés, filmando y fotografiándolo todo (hasta lo no permitido). El segundo, los Stendhal atípicos, los que se enclaustran días enteros dentro del palacio Pitti, por ejemplo, y se pierden la riqueza cultural bullente en las calles de la ciudad. Y es que existen trattorías de visita tan obligada como la del Duomo o la del Ponte Vecchio. Por último, los Stendhal idiopáticos, cargados con cientos de souvenir y que empiezan a angustiarse en la misma sala de embarque el aeropuerto cuando empiezan a echar cuentas de cuánta pasta se han gastado (o se han comido) en la portentosa y descuidada Florencia. Chi vediamo. |
01 septiembre 2006
SÍNDROMES
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