Le encantaban los espaguetis a la boloñesa. Pero tenía un problema: no sabía por qué. ¿Cuándo había comido ese plato por primera vez? No se acordaba. Entonces, ¿quién preparó aquella pristina y exquisita comida que tanto le apetecía ahora? Rebuscando en su memoria tampoco encontró la respuesta adecuada. Tras esa primera inquietud gastronómica, se preguntó lo mismo respecto a sus gustos musicales o literarios.
Sin embargo, sí reparó en aquella tarde de verano. Caminaba hacia la escuela y se sorprendió tarareando una vieja canción. Una araña flotaba en el viento aferrada al frágil filamento transparente que pendía de la palmera enana. El aire caliente aportaba cierto sopor que invitaba a dormitar en la sombra. Continuó caminando. Los portalones entreabiertos dejaban escapar un aroma muy particular, periódicos viejos, papeles usados, frescor de escombro. Las zapatillas de deporte, recién estrenadas, le apretaban en el empeine. En las carteleras del cine anunciaban una de vaqueros, una película de bajo presupuesto en la que los pieles rojas lucían el pelo corto y patillas, al más puro estilo bandolero de Sierra Morena, fraudulentas también las pinturas de guerra. Indios de A Peroxa.
De repente, de nuevo se encontró envuelto por el olor de los espaguetis recién escurridos y observó la mantequilla derritiendo su untuosidad sobre la sartén candente. A un lado esperaban la carne picada y el bote con la salsa de tomate, dispuestos a fundirse en un abrazo que le devolvería a su paladar todo aquel tiempo perdido.
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