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10 febrero 2010

OS CANS DE MOÁS


Estos días atrás estuvo el andarín Aloysius dando un paseo por las gratas tierras de Paderne de Allariz… En la aldea de Moás se encontró con una sorpresa, pues allí habitan más canes que personas. Este hecho le llevó a reflexionar sobre una triste realidad. Porque ya no viene resultando tan extraño enterarnos por los medios de comunicación que un anciano fue hallado sin vida en su domicilio tras haber desaparecido varios días. Generalmente, en estos casos las autopsias nunca revelan signos de violencia. Son muertes naturales, predecibles, evitables, y también terribles, pues tienen lugar en la soledad más absoluta, el desamparo como una enfermedad social emergente. El perfil de esta desdicha retrata a varones de edad avanzada, que sobreviven sin el apoyo de nadie.

El envejecimiento poblacional de nuestra provincia y el abandono de los pequeños núcleos rurales desafortunadamente harán que este tipo de noticias sean cada vez más frecuentes. En la ciudad de Ourense, más de lo mismo, pues los intentos de rehabilitar el casco antiguo urbano para hacerlo atractivo para la juventud no terminan por cuajar. En aquellas callejuelas muchas personas mayores se enfrentan cada día a una existencia repleta de incomodidades y barreras arquitectónicas. Algunos defienden que subir escaleras resulta un ejercicio saludable; el inconformista Aloysius piensa que depende de la salud de cada uno…

Hace unos cuantos años me hice eco de la historia protagonizada por Romeo y Julieta, los nombres ficticios de una pareja de ancianos cuya anónima existencia transcurría en un barrio del populoso Madrid. Él, con 84 años, padecía un cáncer terminal. Su médico le pronosticó muy poco tiempo de vida. Le recomendó que fuera arreglando sus papeles y sus asuntos domésticos. Nada hubo que ordenar, pues la pareja no tenía hijos, ni familiares, ni amigos. Ella, con 82 años, venía sufriendo desde hacía un par de años los efectos devastadores de una demencia senil. Él, reuniendo la fuerza y el valor necesarios, decidió terminar con el sufrimiento de su esposa. Después se quitó la vida. Dicen que los encontraron juntos sobre el lecho, como si estuvieran profundamente dormidos. A Romeo la agonía le permitió tomar aún la mano de su compañera. Se murió apretándola, con fuerza, como disculpándose por tamaña osadía. Tan solo el olor de los cadáveres fue capaz de alertar a los vecinos de aquella ausencia.

Estas reflexiones evocaron en mi memoria el recuerdo de una película japonesa que me entristeció cuando la contemple por primera vez. “La balada de Narayama” cuenta la historia de una anciana a la que su hijo debe trasladar a la cumbre de la montaña, para que allí muera en soledad. Los viejos, cuando no sirven para nada, se abandonan a su suerte. Dicen que el grado de civilización de una sociedad se mide según el trato que dispensa a sus niños, a sus discapacitados, a sus ancianos y a sus animales de compañía.

Las frías noches de invierno se escucharon por Moás los aullidos de algún can huraño mendigando el calor de unas caricias.


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