"Train smoke". Edvard Munch.
Comenzaba a anochecer cuando atravesé la puerta de la taberna y de súbito descubrí al voraz Aloysius sentado a la mesa con varios comensales. Alguien había dado una señal y desde la cocina trajeron unas fuentes con truchas fritas, rellenas con finas láminas de tocino ahumado, crujiente, sobre un lecho de patatas panaderas. El anfitrión descorchaba una botella de tinto de la Ribeira Sacra y la velada prometía sosiego y camaradería.
Hasta que alguien puso en duda el estado mental del noruego Anders Behring Breivik, el sanguinario asesino de varias decenas de compatriotas suyos en las calles de Oslo y en los bosques de la isla de Utoya. Confieso que durante mi estancia en la apacible capital noruega, hace poco más de un año, jamás pensé que podría convertirse en el escenario de tan macabra hecatombe. Las islas de su fiordo son auténticos remansos de paz.
La compañía de Aloysius quedó dividida en dos bandos: los partidarios de la locura de Breivik, que pedían su encierro en una institución psiquiátrica penitenciaria, y los que defendían la implantación de la pena capital para semejantes crímenes. Un debate tan viejo como la humanidad. Me atreví a meter baza, para apaciguar los ánimos, afirmando que la enfermedad de Anders Breivik en realidad se llama racismo, y que su virulencia se nutre del miedo y la ignorancia, del temor a lo diferente. Me acordé de aquellas teorías que responsabilizaban de todos los males de la Escandinavia contemporánea a la parasitación del estado del bienestar. Pero Noruega no tiene las tasas de inmigración de Dinamarca o Suecia, por ejemplo. En Estocolmo escuché a un periodista preguntarse quién realizaría los trabajos tradicionalmente rechazados por los propios suecos si la extrema derecha conseguía expulsar a los inmigrantes fuera de sus fronteras. Entonces, ¿en qué cubil se incuban el odio, el racismo y la xenofobia?
Para tratar de explicarlo, vaya por delante una anécdota que me ha contado un compañero mío, también médico de familia. Hay ciudadanos partidarios de los genéricos, pues entienden que su prescripción supone un ahorro para las arcas públicas. Otros, sin embargo, no los quieren ver ni en pintura, tal vez porque estiman que al ser más baratos su calidad es inferior a la de los medicamentos de marca. Uno de éstos acudió a la consulta de mi colega para renovar la prescripción electrónica de su anciana madre. Cuando se percató que varios fármacos presentes en la hoja de tratamiento eran genéricos, montó en cólera, lanzó una diatriba en defensa de los derechos de los pensionistas españoles y maldijo a todos los inmigrantes que alcanzan nuestras costas a bordo de pateras, como si estos parias de la sociedad fueran los principales responsables del gasto farmacéutico de nuestro sistema nacional de salud.
Esta fábula tiene moraleja. Para tratar de virar tales ideas y comportamientos la información se revela como un arma muy poderosa. Los pacientes que consumen más recursos no son los inmigrantes ni los ancianos, sino todos aquellos que padecen simultáneamente varias enfermedades. Resulta de Perogrullo. El airado hijo se marchó más callado cuando alguien le demostró que la factura anual de la medicación de su madre superaba de largo los 6000 euros. Las hospitalizaciones son ya otro cantar.
1 comentario:
Una entrada para reflexionar, amigo mío, como lo era la anterior, y ambas para preocuparse... Preocuparse para actuar. Y ¡qué bien escritas están las dos!
Buen agosto.
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