Confieso que la clonación de la
oveja Dolly me provocó grande estupor; desde entonces he escrito diversas
divagaciones sobre el tema. En una de ellas, me manifesté favorable a la
clonación de los linces y de los mamuts, en el primero de los casos para salvar
a un felino actualmente en vías de extinción, hágase extensivo este ejemplo
para todas las demás especies en similares circunstancias, y en el segundo de
ellos, precisamente para intentar la recuperación de aquellos gigantescos
paquidermos extinguidos hace más o menos 3000 años, si bien existen serias
dudas sobre la capacidad técnica para conseguir semejante hazaña y sobre la oportunidad
ética de resucitar a un animal cuyo hábitat también ha desaparecido, convirtiéndolo
en una sofisticada atracción de feria. Como los dinosaurios de “Parque Jurásico”
(Steven Spielberg, 1993), más o menos.
A finales del pasado siglo XX,
me cautivó la lectura de “Vuelta al Edén. Más allá de la clonación en un mundo
feliz” (Editorial Taurus), el polémico libro de Lee M. Silver, Catedrático de
Biología Molecular de la prestigiosa Universidad de Princeton (Nueva Jersey,
EEUU). Me fascinó especialmente el concepto de reprogenética, la posibilidad de
“diseñar la vida de formas que eran inimaginables hasta hace pocos años”.
El
Dr. Silver opinaba que en un futuro no muy lejano la manipulación genética será
inevitable e imposible de controlar por los gobiernos ni la sociedad, ni
siquiera por los científicos que la hayan empleado. Fascinante y perturbador a
la vez. Algunos padres, con suficiente poder económico, podrían dotar a sus
descendientes con una estructura genética que les hiciera inmunes a múltiples
enfermedad infecciosas actuales, al cáncer, al asma o a la diabetes, por ejemplo,
pero también para que fueran más inteligentes, más fuertes y mejores
deportistas.
Serían humanos enriquecidos genéticamente, una especie diferente
del actual homo sapiens. En la gran
pantalla, la película “Gattaca” (Andrew Niccol, 1997) se basaba en una línea argumental
de semejantes características.
En junio de 2003, el
controvertido filósofo utilitarista Peter Singer, en su día punta de lanza del
movimiento que exige un trato ortodoxo para los animales, se manifestó
favorable a la modificación genética en aras de conseguir la felicidad del ser
humano. Teniendo en el punto de mira tal anhelo ancestral, la procura de la
felicidad, me asaltan serias dudas sobre la ética de la clonación de un hombre
de Neandertal, tal y como han propuestos algunos investigadores.
En 2010, científicos alemanes
del Instituto Max Planck consiguieron secuenciar el genoma de estos homínidos,
empleando de fragmentos de su ADN recuperados a partir de huesos encontrados en
Croacia, con una antigüedad de 38000 años. En teoría, sería más fácil clonar a
uno de ellos que a un mamut, pues este embrión de Neandertal podría
desarrollarse perfectamente dentro del útero alquilado a su madre Homo sapiens.
Y ahora piensen por un momento;
aunque tal hazaña científica fuera posible, ¿cómo afrontaría ese ser un mundo
completamente distinto al que en su día fue habitado por sus semejantes? ¿Podría
sobrevivir él o ella a nuestras enfermedades actuales? Sostiene Aloysius que sería
inmoral y cruel experimentar así para generar tamaña infelicidad.
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