Uno comienza a desnudarse por
este orden: la chaqueta, que deja en el colgador; después, la camisa,
y se pasa la mano por el torso desnudo, como si quisiera alisarlo; a continuación, los
pantalones, que dobla cuidadosamente por las costuras y los deposita en el
respaldo de la silla, evitando que el ruido de las monedas se esparza por los
suelos. Por último los zapatos: primero los cordones; segundo, con la puntera pisa
los talones y ya está descalzo. Los calcetines son gris marengo y no tienen
agujeros, de pura casualidad. La enfermera le da una bata de hospital, cerrada
por delante y abierta por detrás, atuendo ridículo que le deja con el culo al
aire, mejor hubiera sido un poncho de algodón.
Le ayudan a acostarse en el
banco, como a los cerdos en el matadero: delante, más para adelante, un poco más,
bien, procure no moverse, sujete este timbre, la prueba va a durar unos 20
minutos, no se alarme por el ruido. Trata de concentrarse en la claridad
lechosa que desprende el techo translúcido mientras el campo magnético va
alineando los átomos de hidrógeno del agua de su cuerpo, tú aquí, tú allí, sus
núcleos atómicos resuenan y piensa que peor hubiera sido si le doliera la
cabeza y los médicos tuvieran que buscar un tumor dentro de su sesera.
Comienza el concierto, crujidos,
música electrónica industrial. La sección rítmica se escucha lejana, al fondo
de la habitación donde reposa inmóvil prisionero en un grande anillo metálico.
Un pie invisible parece pisar un chaston, insistentemente. Para espantar el
nerviosismo se concentra en la marca del aparato, con sus letras trata de construir otras palabras: meses, y le sobran letras, semen, y le siguen sobrando, Némesis
y ya no le sobran, aquella diosa que escapó de Zeus transformándose en diversos
animales, hasta que el cisne pilló a la oca y engendró a Helena de Troya, y él,
inmóvil como un cadáver magnético, y entonces comienza a picarle rabiosamente una mejilla
y no puede rascarse, y el picor se hace más intenso, y trata de concentrarse
en otras cosas para que se le pase, y entonces se le duerme la planta de un pie
y percibe un cosquilleo extraño en los confines de su cuerpo. Sus átomos continúan
imantándose y enviando la información a otra parte de la máquina que los
traduce en imágenes digitales, según la transformada de Fourier discreta, y
tiene ganas de voltear la cabeza para comprobar si la enfermera sigue estando
allí y si sus ojos son del color de la miel, como los de Helena de Troya.
Las letras plateadas han dejado
de brillar, si es que lo hicieron alguna vez, y entre los acordes del ruido
cree descubrir fragmentos sintéticos de SPK, así llamados en honor del
Colectivo Socialista de Pacientes, médicos y medicina son los enemigos y el
capitalismo una enfermedad, y quisiera estar de nuevo en Heidelberg comiendo
cerezas, o en Copenhague olfateando el mar una tarde de verano.
Termina el concierto con una fanfarria chirriante, pero el chaston continua, machacón, obstinado, mientras de nuevo se restaura el orden en los campos magnéticos.
Uno comienza a vestirse por este
orden: primero, los pantalones, que se estremecen al contactar la piel con el
popelín, después, la camisa, y le pasa la mano por encima, para alisarle las
arrugas, a continuación los zapatos, y entrelaza los cordones para que no se
desaten. Por último, la chaqueta, que alguien había colgado en la parte alta de
la puerta. El resultado en siete días, a la espera de la ortodoxia de los órganos
y tejidos corporales.
Un joven con los brazos tatuados
aguarda su turno, apoyado en unas muletas. Alguien le ha vestido con una bata
de hospital, cerrada por delante y abierta por detrás, ropaje grotesco que le
deja con el culo al aire, mejor le hubieran dado un poncho de algodón. Él, sin
mirarme, está pensando lo mismo. En breves instantes comenzará en su honor otro
concierto nuclear.
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