Trepando loma
arriba, la camioneta detuvo el traqueteo frente a la finca de Doña Joaquina, en plena mancha de una sombra que a aquella hora medraba entre dos
acacias rojas, preñadas de flores. El patrón se bajó resoplando, con el cigarro
en peligroso equilibrio entre sus labios resecos. Aunque todavía era temprano
el calor ya comenzaba a apretar. De la trasera saltaron dos mulatos macilentos,
como activados por un resorte.
Doña Joaquina,
bata y rulos, saludó al patrón con un poco amistoso – menos mal, que ya eran
horas – e hizo chirriar para los peones la vieja cancilla de la entrada. Los
chicos descargaron el género: un lavabo, un espejo, tres sacos de cemento cola,
una bañera con patas doradas, que por instante centellearon al sol antes de apagarse definitivamente, y un retrete completo, con su cisterna.
Doña Joaquina,
que había pasado dos meses durmiendo ininterrumpidamente un sueño poliédrico,
dicen los vecinos que por la picadura de un insecto tornasolado, no parecía tan
fiera como la pintaban. Cuando se enteró por el teléfono, por fin, que le
traían el encargo para su nuevo cuarto de baño, desde primera hora de la mañana
mantuvo fresca una jarra de limonada para obsequiar a los obreros.
Los mulatos
depositaron la mercancía en el centro del patio. Entraron en la cocina en
fila india tras el patrón, que se sacudía de la pechera la ceniza del cigarro.
Doña Joaquina repartió vasos y servilletas, sirviendo generosos chorros de
limonada con una jarra de vidrio amarillo.
En plena
cháchara, cuando más distraídos todos estaban, la perra ladró tres veces y
entonces escucharon una vocecita infantil que chillaba:
-
- Papel…
Papel… ¡Papeeeeeel!…
La negrita de la
esquina, espeso enredo de rizos y cintas de colores, con las braguitas bajadas
y los pies colgando en el aire había decidido estrenar el flamante váter de
Doña Joaquina.
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