Amanece sobre Ourense a través
de mi imagen reflejada en los cristales. Poco a poco, tonos rosáceos incendian
el cielo y otros, ambarinos, se van reduciendo a diminutos puntos velados, apenas
farolas de luz mortecina que todavía creen que es de noche en las calles.
He repasado de memoria, una a
una, todas aquellas complicaciones que pudieran acarrear una artroscopia y la
anestesia raquídea: dicen que los pesimistas miran a un lado y a otro antes de
cruzar una calle de una sola dirección.
Hoy toca jugar a pacientes. Un
pequeño ejército uniformado de verde quirófano se ha puesto en marcha,
sincronizadamente. Un antiguo compañero de la escuela es hoy el barbero que rasura
con delicadeza mi muslo y rodilla. Apaga la maquinilla eléctrica deseándome
suerte y yo me quedo observando su labor. Mi pierna es ahora un exvoto de pálida
cera, uno de los que cada 11 de julio ofrecen a San Benito sus fieles devotos
en la ermita da Cova do Lobo, cerca de O Tangaraño.
Una amable enfermera solicita permiso
para cogerme una vía. Ya no emplean agujas metálicas, sino unos modernos artilugios
plásticos. Mi pellejo se resiste a ser traspasado. Acude a mi el recuerdo de
aquella canción de Enrique Urquijo y Los Problemas, cuando una y otra vez Sor
Ivonne le pinchaba el suero de la verdad... Mientras el sistema de punción encuentra por
fin una vena, escucho un suspiro: esta piel es más de obrero metalúrgico que de
médico…
Sonrío, por la pinta que tengo,
con uno de esos camisones unisex de los hospitales, tan ridículos como prácticos,
tocado con un gorro esmeralda y unas reducidas calzas de papel: ¿será posible
que esta noche se me hayan agigantado tanto los pies?
Me acuesto sobre la mesa del
quirófano, estrecha como la tabla que te salva de en un naufragio. La luz que
baña la escena procede de una lámpara de led,
una moderna Dräger alemana que evoca otros nombres, y consigo evadirme a un
pueblecito pesquero, en verano, en el sur de la isla de Amager. Y así, por un
breve instante, he dejado de ser el cadáver en la lección de anatomía del Dr.
Nicolaes Tulp.
La hueste disciplinada se ha
puesto en marcha, unos hacia un brazo, otros hacia la pierna que va a ser
operada. Un pinchazo certero en la espalda y mis piernas dejan de pertenecerme.
Veo la punta de los dedos de mi pie derecho alcanzar alturas imposibles. Apenas siento la dulce ebriedad de la sedación y el tiempo discurre con inusitada rapidez. A
lo lejos escucho el cuchicheo de los cirujanos. En la nuca, noto la tenue vibración
del torno en miniatura que fresa los bordes del menisco y los cartílagos dañados.
Cuando la intervención ha
finalizado, ya sobre mi cama de la sala de recuperación, intento mover las
piernas y no puedo. Me concentro para tratar de hacerlo de nuevo, pero cualquier esfuerzo resulta
inútil. En apenas una hora, un hormigueo es el heraldo de la desaparición de
la anestesia. Durante todo ese tiempo, la empatía me abre las puertas de aquellos
prójimos cuyos cuerpos están entumecidos a causa de un accidente o de una
enfermedad. “Piernas enclenques tendré,
pero está en flor el monte Yoshino”, escribió el maestro Matsuo Bashô en el
siglo XVII. Lo malo es cuando la parálisis es para siempre…
Observando el lento destilar del
suero del gotero, poco a poco me abandono al sueño, esperando que vuelva la
cotidiana historia: “mi voz, mi rostro, mi temor, mi suerte”…
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