Cupid with a gun, de Alpo Honkapohja (Finlandia)
Hoy toca hablar de alguno de los males del corazón, pero desde una perspectiva ciertamente heterodoxa, y que me perdonen mis amigos cardiólogos, que son unos cuántos, amigos y cardiólogos, afortunadamente.
Sostiene Aloysius que los poetas hicieron lo correcto cuando
anidaron el amor en la víscera cardíaca. Resulta mucho más estético un corazón
grabado a punta de navaja sobre una puerta de madera vieja, que una sesera
esquemática, por poner un ejemplo, atravesada por una flecha de Cupido.
Qué me
dirían ustedes de un lóbulo frontal, nuestro director de orquesta cerebral, con
un dardo clavado en medio y medio de su delicada estructura, aunque éste hubiera
sido disparado con las mejores intenciones por el angelote pagano de rubios
tirabuzones, armado de aljaba y arco, con sus alitas mansas de paloma o
mariposa, y sus mofletes saludables, sonrosados.
Y es que los humanos tendemos a
guardar en nuestro interior los sentimientos más profundos, las pasiones más
secretas. Desde siempre, las entrañas han resultado un territorio demasiado genérico,
y así, como órgano más velado, se me ocurre el páncreas, escondido tras el
peritoneo, y que aunque desde el punto funcional es una glándula muy
importante, no parece el lugar más adecuado para albergar nuestro frenesí. El
corazón resulta mucho más accesible, se estudia muy bien con ecografía, porque
no importa si el paciente tiene gases; además palpita, robusto motor de carne
con sus válvulas, se insufla y se desinfla con cada latido, bombeando cada
instante ese maravilloso líquido carmesí llamado sangre, tan necesario para su
funcionamiento y para la propia vida.
Pues ahora resulta que los clásicos
no andaban tan descaminados. Un estudio publicado en la revista Proceedings of the National Academy of
Sciences ha revelado que las decepciones amorosas lastiman tanto como cualquier
dolor físicamente perceptible. ¿Cómo es posible? Utilizando sofisticadas
pruebas de resonancia magnética, rastreando cambios en el flujo sanguíneo
cerebral, el Dr. Ethan Kross y su equipo de investigadores de la Universidad de
Michigan han determinado que las mismas redes neurológicas activadas al sufrir
una quemadura leve lo hacen también cuando padecemos un desengaño amoroso.
Incluso se han atrevido a dar un paso más allá en sus conclusiones,
relacionando los traumas emocionales y el sentimiento de rechazo con el dolor
crónico que padecen determinados pacientes, como por ejemplo en la
fibromialgia.
Así definía el amor D. Francisco
de Quevedo en pleno Siglo de Oro, quién sabe si tocado por una tórrida pasión: “es
hielo abrasador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente, es un soñado
bien, un mal presente…” O el mismísimo Rubén Darío, cuando se atrevió a
aseverar que “Eva y Cipris (Afrodita) concentran el misterio del corazón del mundo”.
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