Sostiene el ontológico Aloysius
que los humanos empleamos habitualmente muchas palabras que terminan en “or” de
las que conocemos perfectamente su significado, pero que nos plantean serias
dificultades a la hora de definirlas. Por poner un ejemplo, todo el mundo habla
del Amor, incluso los que nunca han estado enamorados, pero la condición de
haberlo estado no mejora la capacidad de definición de aquellos que un día
fueron heridos por los dardos de Cupido. En otras palabras, nos cuesta definir
todo aquello que tiene difícil cuantificación.
A pesar de los poetas, algunos
magníficos notarios del Amor, no podemos determinar el porcentaje de afecto que
sentimos por la mujer o por el hombre amado; tampoco podemos comparar la
intensidad de nuestro sentimiento con el del prójimo que tenemos al lado, ni
nuestras tasas de enamoramiento. Y cuando juramos amor eterno, lo hacemos a
sabiendas que tanto el ser que ama como el amado llevan en sus cuerpos la
indeleble marca de la caducidad del tiempo. ¿Qué hubiera sido del perenne amor de
Romeo y Julieta si la desventura suicida no se hubiera cruzado en su camino? ¿Acaso
seguirían siendo en su senectud amantes dichosos que comían las infelices
perdices abundantes entonces en la campiña de Verona?
Algo similar ocurre con el
Dolor, un tormento que frecuentemente ha nutrido la inspiración de aedos, vates
y rapsodas. Desde el punto de vista patológico, el dolor es una sensación
compleja y subjetiva, pues cada quien lo percibe y sufre de distinta manera.
Por si fuera poco, en el mismo individuo, nada tiene que ver un dolor de agudo,
por ejemplo de oídos o de muelas, con otro tipo de dolor intenso y urgente de
tipo visceral, como un cólico nefrítico. Y mucho menos con dolores crónicos,
sordos, menos intensos pero no por ello más tolerables debido a su duración.
Un
estudio publicado recientemente en el European
Journal of Pain afirma haber encontrado la influencia del sexo y de la raza
en la tolerancia al dolor. Las investigaciones se han llevado a cabo en la
Universidad Metropolitana de Leeds por el equipo del Dr. Osama Tashani.
Participaron en el mismo 200 voluntarios durante un periodo de dos años. En líneas
generales, los hombres demostraron una mayor tolerancia al dolor que las
mujeres. La mayor sensibilidad femenina se ha sido explicado como en otras ocasiones, debido a causas hormonales y socioculturales. Los estrógenos incrementan los
niveles de alerta y de actividad del sistema nervioso, y por lo tanto influyen
en la transmisión del dolor. Por su parte, la testosterona masculina incrementa
el umbral de tolerancia al dolor. Sin embargo, el dolor del parto sería más
soportable para las madres debido al efecto de las endorfinas, sustancias analgésicas
muy potentes fabricadas por el propio organismo. Respecto a las condiciones étnicas,
los británicos de raza blanca presentaron una mayor sensibilidad al dolor que
los voluntarios libios participantes en el ensayo.
Podemos preguntarnos: ¿hasta
dónde ha influido la genética y hasta dónde la cultura de cada grupo? Mientras
Aloysius busca una Aspirina ® para su dolor de cabeza, ambos seguimos pensando
que todavía quedan pendientes cuestiones muy interesantes para seguir
investigando.
1 comentario:
Y yo me pregunto. ¿dónde está la alquimia al dolor neuropático? Si nos duele la cabeza tomamos una aspirina o paracetamol y todo solucionado. Pero cuando duelen ciatrices de 40 centímetros repletas de queloides.Y la sensación es lo más parecido a unas agujas de ganchillo penetrandote. No hay morfina ni sucedano de la serotonina que lo quite. Eso es dolor, el dolor de los extraños. Es la condena de los silentes. Un cordial saludo
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