La verdad es que el inagotable Aloysius
no deja de sorprenderme. Avanzada la otra noche, al no conseguir dormir, se
puso en contacto conmigo en la procura de un remedio efectivo para
contrarrestar su insomnio. Como pensé que estaba de broma, le recomendé que se
pusiera a limpiar su cuarto, su conciencia o su correo electrónico. Pero, ante tanta
insistencia, le conté el caso de un hombre que, afectado por un raro trastorno
del sueño, se dedicaba cada noche a pasear por la ciudad, repasando las matrículas
de los vehículos aparcados. La policía local lo tenía en grande estima, pues
gracias a su colaboración se habían detectado algunos coches robados y
solucionado otros casos de automóviles desaparecidos. Unos cuentan ovejitas, y
otros, se entretienen con los números y las letras de las matrículas.
Una de las opciones más
socorridas por aquellos que de noche se desvelan es leer o ver una película. Y
digo leer, en el sentido clásico de la acción, un libro o un periódico, de
papel. En los últimos días de 2014, un medio de comunicación nacional se hacía
eco de una noticia inquietante. Leer antes de dormir textos en soportes
modernos como tabletas o teléfonos inteligentes, empeora claramente nuestro
descanso. Parece ser que la luz de onda corta emitida por estos instrumentos difiere
el inicio del sueño y deteriora la calidad del mismo.
Los clásicos del pasado
siglo XX ya alertaban de un efecto similar provocado por las pantallas de la
televisión, quizás por el mismo fundamento físico. Pero es que además, los investigadores
del Hospital Brigham de Boston, relacionaron este tipo de alteraciones con una
mayor incidencia de patologías como la obesidad y el cáncer.
Por ejemplo, hay algunos prójimos
que aprovechan la duermevela para instruirse en sociología. Una vez rechazada
la opción de leer utilizando los dispositivos electrónicos modernos, y sintiendo
además una escasa atracción por los libros de toda la vida, prefieren
concentrarse en lo que se desarrolla de madrugada, en nuestros televisores.
Hasta hace poco tiempo, prosperaban en estas emisiones los augures y nigromantes,
las adivinas y videntes. Pero parece ser que la saturación de oferta ha
difuminado la demanda. En un primer momento, este espacio fue ocupado poco a
poco por bingos y casinos virtuales, y también por timbas de póker, con llamativas
cartas y fichas fluorescentes. Aún así, toda moda es efímera, por definición, y
ahora proliferan las casas de apuestas que animan a los jugadores a invertir en
cualquier tipo de envite, desde el resultado de un partido de fútbol o
baloncesto, hasta el nombre del deportista que primero ponga en ventaja a su
equipo frente al rival.
Y es que lo del juego es tan
llamativo que en algunos establecimientos públicos existen maquinitas que te
permiten apostar por un galgo que está a punto de iniciar una veloz carrera
detrás de su señuelo en un remoto canódromo de las Islas Británicas. Apostar es
un también un mal remedio contra el insomnio, sobre todo en un país donde la
ludopatía arruina cada año a millares de españoles. Y a sus familias.
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