MAR DE JÁVEA, C.1905
JOAQUIN SOROLLA Y BASTIDA (VALENCIA, 1863-CERCEDILLA, MADRID 1923)
Manuel Feijóo Cuquejo, In Memoriam
En la salud y en la
enfermedad, ya sabéis, advierte el oficiante en el rito del matrimonio. En la
salud no debería resultar tan difícil. O tal vez sí. Pero en la enfermedad…
Conocí a Teresa hace muchos años porque necesitaba una batería. Así de
sencillo. Me contó la infortunada historia de su esposo Manuel. Un accidente
que en la mayoría de las ocasiones no hubiera ido más allá de unos simples
hematomas, en su caso le condenó a permanecer inmóvil en una cama el resto de
su vida, conservando poco más que el movimiento de sus ojos entusiastas. Así de
crudo, en lo mejor de su vida. ¿Cómo le
pueden quedar ganas de sonreír con la mirada a alguien en semejante situación?
Pues con muchas ganas de vivir la vida, esa existencia que comienza cada día
con el sol abriéndose paso entre las tinieblas y que finaliza justo en el
momento en que la vigilia cae derrotada por el sueño. El sueño de soñar. Son
tantas y variadas las definiciones de sueño como las de vida. Una vida
desbordante en este planeta nuestro, en forma de pájaro o de mariposa, de
flores o de bacterias, un prodigio que nos afanamos en buscar incluso en los
confines del espacio. De todas esas pequeñas cosas de las que Manuel intentaba
disfrutar en ese pequeño universo suyo comprendido entre las paredes de su
habitación. ¿Pueden unos modestos obsequios entregados en nombre del Real
Madrid provocar tanta emoción? Por supuesto que sí, pero en un ser
excepcionalmente hermoso, como Manuel.
Y a su lado estaba
también Teresa, omnipresente. La madre de todas las enfermeras, aprendiendo a
cuidar sin maestros ni libros, al pie del cañón cada día, un potente motor
alimentado por ese precioso combustible llamado amor. Porque la frontera de su
sacrificio cotidiano no se alcanza únicamente con cariño, misericordia o
compasión, sino con amor, escrito con mayúsculas, bien grandes. Medio en serio,
medio en broma, siempre le decía que en Ourense todavía falta una estatua
erigida para honrar a todas esas heroínas anónimas como Teresa.
Repaso unos antiguos
datos estadísticos y no puedo ocultar mi sonrisa: se espera que la población
mayor de 80 años aumente su tamaño en un 66% entre 1986 y 2010. Seguro que ya
hemos rebasado esas estimaciones. De largo. Y es que la mayor parte de los
cuidados que precisan las personas con enfermedades crónicas y discapacidades
se dispensan en el entorno familiar, no sólo en personas mayores, sino también en
aquellas tantas otras todavía jóvenes como Manuel, que también existen. Las
Teresas se multiplican y constituyen legiones de personas para las que el
desamparo o la indiferencia de la sociedad se convierten en la mayor de las
injusticias. La vida continúa, como el cauce de los ríos que desaguan en el
mar. Quedan hijos y nietos para alumbrar los maternos desvelos. Me honra haber
conocido a Teresa y a Manuel, gracias a una simple batería para un respirador.
Porque algunos somos tan pequeños e insignificantes que anhelamos crecer al
lado de tan colosales prójimos de mirada afable.
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