París se ha convertido en una interminable cancha de rugby. Han plantado unos gigantescos palos entre la base de la Torre Eiffel, y por los Campos de Marte rivalizan correteando cargados de cerveza los cetrinos Springbok sudafricanos y los cruzados de San Andrés, con una rosa sangrante tatuada sobre el pecho. Lloran la derrota los hijos de Lady Di y París continúa siendo un escenario aciago para los ingleses. Es la maldición de Juana de Arco, que sonríe aún candente en los candeleros de Notre-Dame. Desde Trocadero, una esquina del campo se extiende hasta las inmediaciones del estadio de Saint Denis. Otra llega hasta el Bois de Boulogne y la última finaliza en el barrio de Clichy. Arde París. El coloso Leguizamón le ha propinado una trompada brutal a Sebastien Chabal, el también apodado troglodita, que se retuerce de dolor sobre el césped. Más que un jugador es una figura mediática y tiene la mirada cargada de sangre. El árbitro expulsa al delantero argentino, pero los Pumas, mezcla de indios mapuches y recios gladiadores vascos se quedan con la medalla de bronce. Los bleus pasearán su frustración por toda Lutecia, como los malos de Asterix y Obelix. París bien vale una misa. O la transformación de un ensayo. Y la misa continúa mientras reposa Descartes en la Iglesia de Saint-Germain-des-Prés, la más antigua de París, amortajado con su "Discurso del Método” y sus dudas metafísicas. Los pobres no dudan. Como “Los amantes del Pont Neuf”, duermen sobre las aceras al relente, apenas cobijados con unos edredones empapados. Mientras tanto, sus perrillos comen delicias enlatadas. Dicen que los parisinos siempre han sido muy espléndidos con sus mascotas. Incluso les han construido hermosos camposantos.
En Clichy, donde Henry Miller alborotaba las faldas de las muchachas, una señora sufre un desmayo y nadie acude en su auxilio. Quién sabe si tal vez ella lo trató en tiempos. Nadie cede los asientos en el Metro de Pont de L´alma. Todos viajan ensimismados. En los bistrot de Clichy, las camareras tunecinas son colibríes que brevemente se van posando por las mesas. En L´Insolent, una de ellas practica con un parroquiano la lengua de Cervantes.
Afuera, en las calles, se libra la primera batalla entre los sindicatos y Sarkozy. Huelga de transporte y miles de desvalidos deambulando por París. Indefensos, impotentes, pero no inválidos. Desde el Puente Alejandro III la imponente silueta de Los Inválidos se extiende ante nuestra mirada. Sostiene Aloysius que sólo los hacedores del Hôtel-Dieu, el hospital más antiguo de París, serían capaces de construir un majestuoso sanatorio para los veteranos heridos en todas las guerras de la Grandeur de la France. Allí encontraría su reposo definitivo el terrible Napoleón. Sus cirujanos militares inventaron los hospitales de campaña, con sus ambulancias y todo. Cuatro pintores españoles recuperan fuerzas en una brasserie de Clichy. No son Picasso, ni Juan Gris, ni Miró, ni Dalí. Son de Ferrol y empastan una mansión destinada a glorificar en los Campos Elíseos el imperio textil de Amancio Ortega. Mientras suena el eco de “Las Cuatro Estaciones” de Vivaldi entre los muros de La Madeleine, John Wilkinson ha marcado su último drop, que no ha valido para nada. Goodbye, english rose...
En Clichy, donde Henry Miller alborotaba las faldas de las muchachas, una señora sufre un desmayo y nadie acude en su auxilio. Quién sabe si tal vez ella lo trató en tiempos. Nadie cede los asientos en el Metro de Pont de L´alma. Todos viajan ensimismados. En los bistrot de Clichy, las camareras tunecinas son colibríes que brevemente se van posando por las mesas. En L´Insolent, una de ellas practica con un parroquiano la lengua de Cervantes.
Afuera, en las calles, se libra la primera batalla entre los sindicatos y Sarkozy. Huelga de transporte y miles de desvalidos deambulando por París. Indefensos, impotentes, pero no inválidos. Desde el Puente Alejandro III la imponente silueta de Los Inválidos se extiende ante nuestra mirada. Sostiene Aloysius que sólo los hacedores del Hôtel-Dieu, el hospital más antiguo de París, serían capaces de construir un majestuoso sanatorio para los veteranos heridos en todas las guerras de la Grandeur de la France. Allí encontraría su reposo definitivo el terrible Napoleón. Sus cirujanos militares inventaron los hospitales de campaña, con sus ambulancias y todo. Cuatro pintores españoles recuperan fuerzas en una brasserie de Clichy. No son Picasso, ni Juan Gris, ni Miró, ni Dalí. Son de Ferrol y empastan una mansión destinada a glorificar en los Campos Elíseos el imperio textil de Amancio Ortega. Mientras suena el eco de “Las Cuatro Estaciones” de Vivaldi entre los muros de La Madeleine, John Wilkinson ha marcado su último drop, que no ha valido para nada. Goodbye, english rose...
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